Breve reflexión sobre el empleo de las fuerzas armadas

Breve reflexión sobre el empleo de las fuerzas armadas

El empleo de las Fuerzas Armadas en asuntos internos es una tentación política que suele aparecer con más fuerza en épocas de campaña electoral. En nuestro país, la división entre Defensa y Seguridad está bien definida por las leyes específicas de cada área. A continuación, los pros y los contras de mantener esta división.

| Por Héctor Saint-Pierre |

La concentración legítima del monopolio de la violencia como fundamento del Estado moderno es explicada como la fuga social del ambiente polémico generado por las guerras civiles y religiosas, que aterrorizaron la Europa del siglo XVII, hacia un ámbito de neutralización política como garantía de la seguridad. El resultado fue la secularización administrativa de la cosa pública por la separación entre Iglesia y Estado y la eliminación de la figura del “enemigo interno” de las consideraciones políticas. El desarme de la sociedad y la concentración de los instrumentos de la fuerza en la figura del naciente Estado-nación permitieron salir de la situación polémica por el establecimiento de una única orden normativa para todo el territorio que regulase agonalmente los conflictos inherentes a la relación entre los flamantes ciudadanos. Así –dicho de manera dramáticamente breve– fueron definidos los statu quo nacionales, con lo que en ciencia política se consagró en el dicho “buenas leyes y buenas armas”. En efecto, el monopolio de la fuerza por la concentración de los instrumentos de la violencia permitió garantir la eficacia normativa que regula las relaciones sociales y protege ciudadanos y propiedades en todo el territorio. La posibilidad de dictar la estructura normativa de la sociedad dentro de un territorio delimitado, es decir, la decisión sobre lo permitido y lo prohibido, es el fundamento de la soberanía. De esa manera, el Estado es soberano en la medida en que consigue mantener con éxito a la comunidad en su territorio protegida dentro de las reglas que sustituyen lo polémico por lo agonal y, al mismo tiempo, que consiga defender esa normatividad de imposiciones externas. Proteger y defender son las dos únicas misiones que justifican y fundamentan el ejercicio legal del monopolio legítimo de la fuerza estatal.

No obstante se trate de un único acúmulo de fuerza –lo que define el monopolio– las misiones a que se devota son signadas por particularidades de naturaleza diferente. Por un lado, la fuerza se orienta al interior del Estado para garantir la situación agonal que regula los antagonismos en justas o competencias, inclusive electorales, donde el “otro” es un competidor, un adversario que se somete a reglas estipuladas a priori por un tercero. Por otro lado, la fuerza apunta al exterior, contra aquellos que pretendan modificar el statu quo social y, por lo tanto, que amenacen la particular forma de vida de la comunidad. Quien así actúa no es un adversario o competidor, sino un “enemigo” que combate y que no obedecerá otras reglas que las impuestas por el vencedor a posteriori. Esta dupla orientación de la fuerza, por sus especificidades, define modalidades de naturaleza muy particular. En el primer caso, la fuerza se aboca a garantir la eficacia de las reglas agonales (que regulan el juego) y a proteger los concurrentes, de ellos mismos o de un tercero que atente contra ellos o sus propiedades. De todos modos, quien atente o pretenda hacerlo contra alguien o sus propiedades no es un enemigo, más un ciudadano que precisa ser neutralizado y aislado para evitar que se trasforme en un peligro para la sociedad, pero al cual el Estado debe garantir su vida y su dignidad, es decir, protegerlo como a cualquier ciudadano, porque no es un enemigo. En el segundo caso, el Estado debe defender la libertad de la decisión, es decir, su soberanía, en un ambiente relativamente anárquico, sin una normativa vinculante que ofrezca alguna previsibilidad de los actores y, por lo tanto, donde se impone el cálculo estratégico de la acción. En este ambiente, el Estado defenderá la particular forma de ser de su sociedad orientando toda su fuerza para eliminar la fuente del peligro y la amenaza de su capacidad de decidir. Como aquel que desde el exterior amenaza la soberanía es el enemigo que combate, la fuerza debe ser suficientemente letal como para disuadirlo de intentar afectar la soberanía o para eliminarlo en caso de que persista en su intento.

En la complejidad del Estado contemporáneo estas dos especificidades de empleo de la fuerza fueron siendo institucionalizadas y consagradas constitucionalmente en dos estructuras ministeriales en general definidas en Capítulos constitucionales específicos. Fueron consagrados los conceptos de “Seguridad Interior” o “Seguridad Pública” para el ejercicio protector de la fuerza reservando el concepto de “Defensa” para la administración de la fuerza letal. Ambos sistemas de empleo del monopolio de la fuerza se orientan con doctrinas diferentes, con armamentos específicos, así como preparación y entrenamiento del personal muy especializados para las misiones constitucionalmente atribuidas.

Así, esas dos naturalezas de la fuerza, por un lado protectora, regida por la doctrina de los Derechos Humanos, no letal, que controla “adversarios” dentro de los procesos regulados agonalmente para resolver los conflictos inherentes a la sociedad y, por otro, una fuerza defensiva letal, orientada por la doctrina del Derecho de Guerra y de los Derechos Humanitarios, que procura disuadir “enemigos” de que su intento de herir la soberanía redundará en su eliminación física llegado el caso, definen dos ámbitos de preocupación estatal que puede generar el empleo de la fuerza que definimos así:

• Seguridad Pública o Interior: es el ámbito en el cual la naturaleza de la fuerza, en su proyección interna a las fronteras nacionales, es protectora del ciudadano y conservadora del orden. Ella se emplea en régimen de monopolio y es administrada, en la complejidad del Estado moderno, por el Ministerio de la Justicia, como es llamado en algunos países, o Ministerio del Interior en otros y, más recientemente, Ministerio de Seguridad (como es el caso de la Argentina).

• Defensa: es la destinación externa de la fuerza de naturaleza letal, dirigida en régimen de libre concurrencia, a eliminar las fuentes de potencial hostilidad a la propia unidad decisoria y disuadir a las intenciones de hostilidad de un eventual “enemigo” en el ambiente anárquico de las relaciones internacionales. La administración de esta fuerza defensiva y de la preparación nacional para la eventualidad de su empleo queda a cargo, en el Estado moderno, del Ministerio de Defensa con autorización del Poder Ejecutivo (en la mayoría de los casos).

De esta distinción resulta la personificación administrativa de los diferentes ejercicios de la fuerza en dos tipos de burocracia estatal claramente diferenciadas en la mayoría de las constituciones del continente: 1) las fuerzas policiales (en sus más diversas denominaciones), que ejecutan el monopolio de la violencia en el ámbito interno, para cumplir con la función primordial de mantener el orden normativo que regula agonalmente el relacionamiento social de su comunidad y proteger al ciudadano y la propiedad, y 2) las fuerzas armadas, como instrumento específico (aunque no el único) responsable por la defensa del Estado y la sociedad de sus enemigos en situaciones polémicas, que emplea el monopolio de la fuerza externamente. Algunos países cuentan con fuerzas intermediarias, como son los casos de la Gendarmería en la Argentina y los Carabineros en Chile.

No obstante las diferencias apuntadas, contemporáneamente los conceptos del dominio de la Defensa y de la Seguridad fueron sufriendo mutaciones semánticas en América latina que en alguna medida, sospechamos, obedecen a intereses políticos de alcance continental. Si bien en su origen el deslizamiento conceptual apuntado haya podido estar más asociado a la necesidad de la potencia hegemónica regional de recuperar el control de los sistemas de defensa hemisféricos y ajustar las riendas estratégicas aflojadas en los últimos tiempos de la Guerra Fría, posteriormente la ambigüedad conceptual parece haber sido percibida como funcional por los gobiernos regionales, para satisfacer las urgentes demandas de las políticas domesticas de la mayoría de los países del continente. Si desde el punto de vista internacional la falta de nitidez de los conceptos del área de la Seguridad internacional y de la Defensa facilitan la interferencia y el control de la potencia hegemónica sobre la libertad de decisión de las estrategias nacionales, desde el punto de vista nacional, la ambigüedad conceptual se traduce en hipertrofia de las estructuras del Estado, en la pérdida de la capacidad combativa de su sistema de Defensa y en la desprofesionalización de sus fuerzas armadas.

Una simple mirada a la historia conceptual del área de Seguridad Internacional y de Defensa desde el fin de la Guerra Fría permite notar un claro deslizamiento conceptual. En general, la historia de los conceptos apunta a la búsqueda de una mayor precisión y univocidad, dado que los conceptos, diferentemente de las palabras, son instrumentos epistémicos de determinadas áreas del saber para recoger partes significativas de la realidad estudiada. Su utilidad reside en la precisión con que permita alcanzar y recortar un determinado sector de la realidad de manera coherente y consistente, comprenderlo, explicarlo y, eventualmente, controlarlo. No obstante esta obviedad, en el área de la Defensa y la Seguridad, esa búsqueda por la claridad y univocidad parece no constatarse. En realidad, muy por el contrario, muchas veces los conceptos se van tornando más ambiguos y vagos y sus límites se tornan nebulosos, porosos y hasta anodinos. Esto ha llevado a algunos analistas y “académicos”, poco inclinados a realizar un análisis más detenido y profundo, a juntar los términos en la fórmula “Defensa y Seguridad”, tal vez como una forma de no errar o de “conformar” a griegos y troyanos. Sea por lo que fuere, de esa forma, la riqueza semántica que podrían contener los conceptos específicos del área, perfeccionados y semánticamente pulidos por su propia historia epistémica, se pierde en un frenesí de neologismos que, lejos de aprender el fenómeno inequívocamente, dejan escapar la realidad entre su trama laxa y abierta para su uso arbitrario y, como tal, político.

Si en cualquier área del conocimiento la ambigüedad conceptual es condenable y debe ser propedéuticamente combatida –particularmente cuando esos conceptos vagos son importados de manera acrítica, con la inmediata consecuencia de reforzar el colonialismo epistémico–, en el área de la Seguridad Internacional y de la Defensa esa práctica asume contornos políticamente dramáticos. En efecto, en esta área particular los conceptos, además de su función epistémica para científicos y académicos, son incorporados por el discurso político donde establecen una función normativa estatal y de comando operacional para los instrumentos institucionales. Considerando esta segunda particularidad de los conceptos del área que nos ocupa en esta reflexión, es posible observar la mutación conceptual al seguir la historia americana de los acuerdos internacionales, especialmente posteriores al fin de la Guerra Fría, en la cual los ministros de Defensa del continente o inclusive sus primeros mandatarios fueron firmando declaraciones hemisféricas en las que se amplió peligrosamente el alcance semántico de los conceptos de “Seguridad” y de “Defensa”. Con la Declaración sobre Seguridad en las Américas, aprobada el 28 de octubre de 2003 en México, durante la Conferencia Especial de Seguridad, se reconoció que la “nueva concepción de la seguridad en el hemisferio es de alcance multidimensional”. Con este reconocimiento se tornaron anodinos los límites normativos que regulan el empleo de la fuerza, dejándola apta para su empleo en todo aquello que cada uno de los gobiernos considerasen oportuno.

De esa manera, por deficiencia institucional en algunos casos, por las urgencias de agendas electorales, por fatiga de la democracia y hasta por falta de preparo de civiles para el ejercicio pleno de la conducción política en las áreas de la Seguridad Pública y de la Defensa, los gobiernos de la región fueron recurriendo cada vez más seguido, de forma cada vez más continua y permanente y para una cada vez mayor variedad de misiones, a sus fuerzas armadas como la única institución disponible, eficiente y confiable. En algunos casos este empleo generalizado del instrumento militar promueve peligrosas mudanzas constitucionales para legalizar su actuación no prevista en ley. En otros es promovido en clara disconformidad con los preceptos constitucionales, dejando a los militares que cumplen con esas misiones en un “limbo jurídico” y sin cobertura legal. En todos los casos a un alto costo político, con aumento de la autonomía militar y de sus prerrogativas constitucionales.

La ampliación inédita del concepto de Seguridad, por un lado, y la presión de los habitantes de las ciudades por mayor seguridad, por el otro, llevaron a los gobiernos de la región, preocupados con la próxima elección, a buscar instrumentos y expedientes para disminuir los índices de percepción de inseguridad. Ante la imposibilidad de enfrentar el problema en el corto plazo, se atacaron los síntomas. La presencia de las fuerzas armadas ocupando las calles produce una sensación de seguridad en la población, aunque de hecho no reduzca en nada el crimen organizado ni los índices de violencia. Aunque inútil para enfrentar con éxito el problema, los militares en la calle provocan el resultado esperado en los índices que influencian la situación política. Con la generalización de esta tendencia se llegó a la situación de, por un lado, desprofesionalizar a las fuerzas armadas y, por el otro, provocar una “hipertrofia” institucional, al desviar para el área de la Defensa presupuesto que debería reforzar los ministerios que se muestran inadecuados a los desafíos propios de los tiempos de la llamada “sociedad de riesgo”. Sin embargo, este refuerzo presupuestario de la Defensa no la fortalece, por el contrario, la desvía cada vez más de su función precipua con el consecuente riesgo de perder su capacidad combativa, además de frustrar la realización vocacional del militar.

No obstante estas consideraciones bastante corrientes, en muchos países del continente americano, preocupados por la dimensión asumida por algunos desafíos, como el crimen organizado internacional, el tráfico ilegal de personas, armamentos y drogas, los desastres naturales, las crisis medioambientales y de salud pública, emplean sus fuerzas armadas, de manera casi rutinaria, para hacer frente a esos desafíos. La situación crónica de estos problemas torna permanente ese empleo dado a las fuerzas armadas, que va exigiendo cobertura jurídica, doctrinas, habilidades, instrumentos, manuales de operación y presupuesto específico. Pero con este ejercicio se ocultan las deficiencias institucionales que deberían ser subsanadas para ofrecer una respuesta flexible, profunda y adecuada a aquellos problemas, desde los diversos ministerios o de manera conjunta, por medio de una acción estratégicamente articulada. Así, los verdaderos problemas se cubren con un manto pirotécnico orientado a los síntomas (para obtener resultados políticos inmediatos) en lugar de apuntar a las causas, lo que llevaría más tiempo y tal vez exigiría medidas impopulares.

Consideramos que al colocar las fuerzas armadas en el combate sistemático al crimen organizado y el narcotráfico se corre el riesgo de exponerlas a la corrupción, particularmente por la práctica de un tipo de inteligencia que exige cierto grado de promiscuidad con los grupos criminales. Por otro lado, el contacto del militar con la sociedad en casos de empleo para contener desorden social o movilizaciones, con la doctrina y los instrumentos específicos para el combate, representa el riesgo de accidentes, con la posibilidad de victimar civiles y la consecuente pérdida de prestigio de la institución, como acaba aconteciendo con el empleo de las fuerzas armadas en prolongadas ocupaciones.

Letalidad y capacidad de combate son características definidoras del instrumento específico de la Defensa. El militar se prepara, entrena y se arma para abatir al enemigo o disuadirlo, es esa capacidad adquirida que no puede perder por su empleo en misiones subsidiarias. La extrema especialidad de este instrumento, imprescindible para garantir la soberanía del Estado, no significa que no pueda ser convocado –dependiendo de las necesidades estatales y la urgencia– para aprovechar su capacidad logística, de movilización nacional, su velocidad de respuesta, presencia en el territorio y eficiencia operacional, para otras misiones que constituyan emergencias nacionales. Sin embargo, ese empleo no debe ser al costo político de la negociación ni de perder o disminuir su característica fundamental que es su capacidad de combate. La capacidad de combate, en hombres y medios, puede ser empleada en otras misiones puntuales y transitorias, siempre y cuando no exijan la alteración de doctrina, ni de armamento, entrenamiento o carga presupuestaria que defina la permanencia de la misión. Por eso nos parece que son de gran utilidad para auxiliar en casos de catástrofes naturales y accidentes ecológicos, por un lado, y también como apoyo a la acción policial sobre comando del judiciario, por otro. El empleo de las fuerzas armadas en asuntos internos es una tentación política difícil de contener en los tiempos que corren, sobre todo cuando todos los otros instrumentos del Estado parecen impotentes ante el poder de fuego y de corrupción del crimen. Pero ese puede ser un camino de difícil retorno para la democracia y la conducción política de la Defensa; es recolocar la situación de Roma frente a su ejército del otro lado del Rubicón, porque una vez que se cruza el río, “alea jacta est”.

Ante la inminencia de una variedad de amenazas “intermésticas”, agravadas por estratégicas erróneas de combate, algunas alternativas de enfrentamiento son posibles. Un de ellas es contar con una fuerza de contención intermediaria, como la gendarmería y los carabineros, que nos parece bastante adecuada y no conlleva problemas institucionales, constitucionales ni operacionales. Otra es la formación de un cuerpo policial de combate, fuertemente armado con gran capacidad de fuego, inteligencia compartida, entrenamiento y doctrina específica para el enfrentamiento en combate contra la fuerza criminal. La tercera es destacar un grupo de militares con formación, armamento y doctrina policial, como la Brigada de la Ley y el Orden de Brasil, pero que tiene el contratiempo de crear una diferenciación entre militares que puede ser perjudicial para el espíritu de cuerpo de la corporación. Finamente, fuerzas armadas multipropósito pueden resultar inútiles para cualquier propósito. De todos modos, la peor alternativa es no contar con ninguna y tener que improvisar al calor de los acontecimientos. Con relación al empleo de la fuerza militar no se juega ni improvisa.

Autorxs


Héctor Saint-Pierre:

Investigador del Consejo de Desarrollo Científico y Tecnológico CNPq y de la Fundación de Auxilio a la Investigación del Estado de São Paulo (FAPESP). Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Magister en “Lógica, Epistemología y Filosofía de la Ciencia” por la Universidade Estadual de Campinas (UNICAMP). Doctor en Filosofía Política por la misma Universidad. Posdoctorado FAPESP/Universidad Autónoma de México. Fundó y coordina el área de “Paz, Defensa e Seguridad Internacional” del Programa Interinstitucional (UNESP/UNICAMP/PUC-SP) de Posgraduación en Relaciones Internacionales “San Tiago Dantas”.