Apuntes sobre la economía política del (sub) desarrollo regional argentino

Apuntes sobre la economía política del (sub) desarrollo regional argentino

Tras décadas de supremacía del poder económico en las decisiones políticas, la Argentina tuvo, en los últimos diez años, la posibilidad de reinstaurar el debate acerca de las relaciones entre este, el Estado y la sociedad civil. El desafío actual es sumar a este debate al conjunto de las regiones del país, para poder así incrementar la capacidad de crecimiento de cada una de ellas.

| Por Hugo Ferullo |

Por más complicada que resulte la tarea, estudiar el desarrollo regional en la Argentina (como en cualquier otro lugar, en realidad) significa enfrentarse necesariamente, más allá de las relativamente simples explicaciones económicas de tipo costo-beneficio, con las complejas interrelaciones sociales, jurídicas y políticas que definen el marco institucional de la vida económica concreta en cada una de las regiones que componen el país. La fórmula “economía política” engloba buena parte de estas interrelaciones, ofreciendo un marco que se presenta a priori como adecuado para encarar un análisis a fondo de esta temática compleja referida al estado de perdurable subdesarrollo que, resistente a la aplicación de las más variadas recetas económicas simples, aqueja a buena parte del interior de nuestro país (sobre todo sus regiones más pobres, como el NOA).

Lo que nos proponemos en el presente artículo no es más que esbozar, en clave de economía política del desarrollo económico, algunos argumentos capaces de defender la centralidad que le cabe a la cuestión del poder en todo estudio a fondo referido al desarrollo regional argentino. Y nos referimos no solamente al poder que naturalmente detenta el Estado sino también, y sobre todo, a las relaciones que este tiene con el poder con que cuentan los grandes grupos económicos privados para influir de manera decisiva en el diseño del orden institucional que se impone a la sociedad civil. En esta dirección, haremos hincapié en el hecho de que la historia de nuestro crónico subdesarrollo regional parece mostrar claramente que, muchas veces, los intereses del poder económico concentrado en los grandes actores del sector privado no coinciden para nada con el interés general dirigido al crecimiento económico equitativamente distribuido.

Dicho de manera sencilla, de lo que se trata es de resaltar la necesidad de estudiar cómo y de qué manera la inercia institucional, que responde muchas veces al dominio político que ejercen viejos grupos de intereses estrechos, constituye uno de los mayores obstáculos para el desarrollo económico de muchas de las regiones menos favorecidas del país.

A la luz de lo expresado en el párrafo anterior, los puntos que siguen a continuación presentan algunos elementos que aspiran a formar parte del debate nacional al que, sobre este viejo tema del desarrollo regional, somos convocados a participar economistas de las distintas provincias argentinas, desde hace ya varios años, en el marco del Plan Fénix.

1.

La distinción entre el Estado, la sociedad civil (incluido en ella el sector económico que participa de la producción en mercados competitivos) y el sector económico concentrado en las grandes corporaciones (monopolios, multinacionales, etc.) sirve de marco inicial para introducirnos en el tema clave de la economía política referido al poder necesario para imponer las instituciones que sirven como regla de juego de la vida económica. Sobre esta muy relevante cuestión, un somero esbozo de los últimos dos siglos y medio de la historia económica mundial permite distinguir, en tono de caricatura, tres grandes momentos:

• El poder que la autoridad concentraba en las sociedades premodernas fue sometido, desde el advenimiento de los tiempos modernos, a una lenta pero persistente discusión. Persiguiendo el fin último de dotar al sujeto individual de mayor poder de decisión sobre su propia vida, la modernidad comenzó separando el orden político del religioso.

• A la diferenciación recién apuntada siguió la separación entre lo político-estatal y la sociedad civil, definida esta última, en un primer momento, como el espacio de las actividades económicas privadas.

• Con el reconocimiento de la capacidad demostrada por los intereses económicos concentrados de influir de manera decisiva en la determinación de políticas públicas, una nueva definición de la sociedad civil buscó diferenciar a esta tanto del sector público estatal como del poder concentrado en grandes agentes monopólicos del sector privado de la economía.

2.

Como resultado de este proceso histórico, el Estado y el “poder económico” se distinguen hoy como sectores diferentes del dominio propio de la sociedad civil. Las relaciones dinámicas de los tres sectores configuran la vida social de las sociedades democráticas modernas, y el equilibrio virtuoso entre estas relaciones parece depender, en gran medida, tanto de la decisión del Estado de enfrentar a los grupos económicos más poderosos cuando sus intereses no coinciden con el bien común, como de la fortaleza de la sociedad civil como sector intermedio que busca influenciar las actividades propias de las otras dos esferas, sin tener el poder de decisión final en ninguna de ellas.

3.

Una visión más simple surge del mundo idealizado de la “sociedad de mercado”, donde el poder está completamente ausente del campo de las relaciones sociales que ocurren en el sector privado de la economía. Según esta visión, en sus relaciones de intercambio económico, la interdependencia entre sujetos individuales no se traduciría, como en el campo de la política, en una sujeción creciente a la autoridad; la interdependencia económica ideal tornaría aquí a los individuos cada vez más dependientes de los mercados pero menos dependientes de cualquier persona o grupo identificable. De esta manera, el funcionamiento utópico del mecanismo de mercado pone en la propia gente (el consumidor medio) el poder de decisión y de elección libre de sus propias preferencias, desconociendo olímpicamente el poder que los grupos económicos concentrados tienen de provocar, mientras persiguen sus propios intereses, efectos corrosivos en el proceso de un desarrollo económico armónico de cuyos frutos están todos llamados a participar.

4.

El modelo científico dominante postula que la solución de nuestros problemas económicos pasa por las oportunidades que se le presentan al individuo en un ambiente de escasez de recursos. El mercado (donde, por definición, prima la absoluta simetría de poder en toda relación de intercambio) y el Estado (único lugar donde, se supone, existe el poder concentrado) aparecen aquí como los dos grandes candidatos para servir de vehículos a través de los cuales estas oportunidades se realizan, lo que dio lugar al nacimiento de una guerra ideológica que, durante buena parte del siglo XX, buscó en todo el mundo imponer alternativamente al sector privado o al sector público como el mejor proveedor de oportunidades individuales. El mundo ideal que resulta de esta simplificación de la vida social deja totalmente de lado a las culturas locales y a todo otro tipo de asociación que ocupe un lugar intermedio entre el mercado y el Estado. Entre el mercado y el Estado, sólo hay individuos o sujetos autónomos. Más allá del contrato social básico que sirve de constitución del Estado, no hay espacio para comunicarse con los otros en el marco de una deliberación referida a las normas necesarias para una buena vida en común. El pensamiento económico queda de este modo reducido a argumentos que sirven para ensalzar las virtudes de la regulación única y global de los mercados, admitiéndose eventualmente, en aras de mejorar la equidad distributiva (y sin distorsionar la eficiencia global del sistema social), la presencia activa, pero sumamente acotada, de un Estado de Bienestar.

5.

El pensamiento económico tradicional plantea que no hay en la realidad social nada diferente de la realidad de los individuos que la componen. En los modelos económicos convencionales, la sociedad, que es el campo de interacción de los individuos, no tiene propósitos ni fines, por lo que nociones tales como justicia social o bien común no pueden ser sino engañosas. Esta versión extrema del pensamiento económico sólo puede teorizar la sociedad sobre la base del puro interés individual, prescindiendo de todo principio moral que promueva una visión sustantiva del desarrollo humano. Es por esto que la libertad individual, que es aquí la fuente de todos los valores, se entiende sobre todo como libertad negativa, sin obstrucciones de otros que interfieran con nuestra capacidad de elegir y obrar según nuestros propios pareceres.

Para el pensamiento económico moderno de corte individualista, todo acuerdo tendiente a alcanzar un consenso sobre algún aspecto sustancial de la vida humana en sociedad es mirado con enorme sospecha. Después de todo, la verdad de la condición humana está, para el individualismo, no en la sociedad ni en las relaciones con otros, sino en nosotros mismos. Aquí lo central queda definido por las oportunidades que se le abren al individuo, y esto no requiere ningún consenso o acuerdo social sustantivo. Dentro de las restricciones nacidas de la escasez de recursos, cada uno puede muy bien concentrarse en el bien por él elegido, sin necesidad de apelar a “entelequias” como el bien común, que nada agregarían al conocimiento económico “positivo”.

Sea porque el interés privado comandaría un proceso evolutivo que conduciría natural y espontáneamente al beneficio público, sea porque las sociedades modernas proveerían del contexto moral necesario para que el egoísmo (¡bien entendido!) de los sujetos económicos permita combinar la ambición propia con las necesidades del conjunto, lo cierto es el funcionamiento de una moderna sociedad de mercado no necesitaría, de acuerdo al estrecho modelo económico tradicional, de la solidaridad, del don ni de la participación cívica en ningún proceso deliberativo.

En este modelo, toda discusión colectiva que tienda a lograr acuerdos sobre el bien común no hace más que distraer a los individuos de su verdadera felicidad, que es privada y no pública. Es en el mundo de lo privado, y en particular en el reino del consumo, donde las aspiraciones humanas de libertad, placer y estatus logran colmarse, y para lograr esto sólo necesitaríamos, se nos dice, complementar la libertad individual de elección con un poder público concentrado en un Estado mínimo y coercitivo, que proteja la propiedad privada y la seguridad de las personas.

6.

La opción planteada entre, por un lado, el aislamiento del sujeto individual y, por el otro, la masa colectiva informe, es una falsa opción. Lo mismo ocurre con la reducción de lo público a la tarea de construcción de un consenso referido de manera exclusiva a un conjunto de reglas de mero procedimiento. Lo que las sociedades actuales necesitan es fortalecer el sentido de identidad social de los sujetos, como condición necesaria para lograr un sentido profundo de la responsabilidad social de todos. En este marco, lo que hay que realzar es la dimensión social de la libertad, asociada a la cooperación y responsabilidad mutua en la persecución de un bien compartido por todos. En esta búsqueda del bien de cada persona ligado al bien de la comunidad, la libertad “positiva” acentúa la capacidad que tenemos todos de dar forma a nuestra propia vida de manera activa y creativa, lo que constituye la esencia misma del desarrollo económico.

7.

El espacio público y el espacio privado no constituyen mundos autónomos y separados uno del otro, donde lo público sería el lugar del poder político, mientras que lo privado definiría el lugar de los intereses económicos y, separadamente, de los valores morales y religiosos. Es en el espacio público donde se tienen que defender, a través de una participación activa en todas las áreas significativas del debate social y político, los valores universales, como la libertad, la igualdad y la justicia, y los valores comunitarios o particulares. En este marco, conceptos como los de ciudadanía y sociedad civil aparecen como sanamente contestatarios del discurso con pretensión de hegemonía que buscan imponer los “expertos” en el tema del crecimiento económico, especializados exclusivamente en el intercambio a través de los mercados, desconociendo que las relaciones distributivas que comanda el Estado y las relaciones de reciprocidad y don propias de la sociedad civil forman parte cabal del desarrollo económico y social que nuestra ciencia está obligada a estudiar.

8.

En términos muy generales, podemos decir que la sociedad civil mantiene relaciones siempre tensas con los poderes del Estado y de los grandes actores económicos del sector privado. Los grandes peligros que asechan a la sociedad civil provienen del poder político cuando tiende este al totalitarismo, y del poder económico cuando lo “privado” se convierte en sinónimo de individualismo aislado que busca, sin ninguna restricción o estorbo, el máximo de su ganancia. El gobierno dictatorial no tiene nada que hablar con sus súbditos, que no pueden agregarle ni quitarle poder. Los componentes intermedios de la sociedad pierden todo poder de influenciar al gobierno, y las personas devienen superfluas y descartables para el uso del poder. En el otro extremo, cuando el verdadero poder se traslada de los gobiernos a las grandes empresas y grupos económicos privados, tampoco se necesita del debate público para hacer uso de ese poder. Entre estos dos polos negativos, lo que el mundo moderno necesita es ensayar de manera creativa un camino verdaderamente democrático, que equilibre los aportes que vienen, por un lado, de la sabiduría que surge de la razón y, por el otro, del consentimiento explícito del pueblo obtenido a través del debate público.

9.

Cuando la injerencia del poder económico en las decisiones políticas frena la capacidad de crecimiento de una región, resulta muy difícil imaginar cómo las instituciones de la sociedad civil pueden llevar adelante, por sí solas, el proceso de cambio institucional necesario para conseguir más desarrollo económico inclusivo. Es cierto que, usando básicamente los medios de comunicación masiva como instrumentos para ejercer una influencia efectiva sobre el poder estatal y el poder de los mercados concentrados, la sociedad civil está llamada a poner límites al uso abusivo del poder, exigiendo transparencia y mecanismos efectivos de control en las instituciones que el Estado diseña influenciado por la presión ejercida por intereses económico poderosos. Pero los conocidos problemas prácticos que plantea la lógica de la acción colectiva juegan decididamente en contra de la capacidad de la sociedad civil como tal de ofrecer resistencia efectiva a las instituciones que, muchas veces en su contra, favorecen al poder económico que las defiende en provecho propio. Es por eso que el uso efectivo del poder del Estado resulta hoy insustituible en la necesidad de enfrentar los intereses del poder económico, intereses que actúan como freno del desarrollo humano de vastos sectores de la sociedad.

10.

El proceso deliberativo no siempre produce resultados claros, racionales y decisivos; muchas veces ocurre que las opiniones sobre cuestiones valorativas terminan divididas y sin solución de consenso, por más relevante que sea la necesidad de articulación pública de las diferencias sobre cuestiones socialmente trascendentes. Pero incluso en estos casos, el proceso deliberativo mismo fortalece la identidad, el reconocimiento y respeto de las diferencias, la solidaridad, la igualdad y toda otra realización de lo que se considera bueno y con sentido para la comunidad, conseguido a través del compromiso común de participar activamente en el debate público.

Después de la traumática experiencia de la década de 1990, que permitió ver con toda crudeza las peligrosas limitaciones del pensamiento económico tradicional, la sociedad argentina fue escenario, en los últimos diez años de su vida política, de un más que interesante debate centrado en la necesidad de volver a definir las relaciones entre el Estado, el poder económico y la sociedad civil. Sólo que de este debate nacional parece no participar de manera cabal, lamentablemente, el conjunto de las regiones del país. En regiones de viejo subdesarrollo económico relativo (como el NOA), esta discusión estuvo, hasta ahora, prácticamente ausente. En consecuencia, ninguna discontinuidad significativa parece apreciarse, durante la última década, en las relaciones fundamentales de los Estados provinciales con los sectores privados más poderosos de esta región, lo que constituye una muy triste noticia en términos de desarrollo económico regional.

Autorxs


Hugo Ferullo:

Licenciado en Economía en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Tucumán. Doctor en Economía por la Universidad Lumiere Lyon 2, Lyon, Francia. Profesor titular regular de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Tucumán. Presidente Honorario de la Asociación Regional de Economía y Sociedad del Noroeste Argentino (ARESNOA).