Aldo Ferrer: tecnología y política en América latina

Aldo Ferrer: tecnología y política en América latina

Para poder darle un carácter duradero al crecimiento económico experimentado en la región en las últimas dos décadas, es esencial, como lo planteaba hace ya cuarenta años Ferrer, el fortalecimiento de la capacidad local de generación y absorción del conocimiento científico y tecnológico, en una región que se caracterizaba tanto por el potencial de su dotación de recursos como por la profundidad de sus desigualdades sociales.

| Por Fernando Porta y Fernando Peirano |

El presente texto es un extracto del prólogo a la reedición de Tecnología y política en América Latina, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes y AEDA, 2014.

Aldo Ferrer publicó este texto a mediados de 1974, a partir de distintos trabajos elaborados y presentados desde 1972. En la tradición de los maestros Oscar Varsavsky, Amílcar Herrera y Jorge Sabato, pioneros en la consideración de la centralidad de la dimensión científico-tecnológica para las posibilidades de un desarrollo independiente y transformador de las condiciones sociales en América latina, Ferrer subraya las debilidades del sistema de producción y aplicación de conocimientos en nuestros países y plantea que estas solo pueden ser superadas en el marco de una planificación explícita. Al mismo tiempo, señala que este ejercicio adquiere sentido en la medida en que se inserte en una estrategia deliberada de transformación de las estructuras productivas y que, por lo tanto, más allá de su contenido específico como “inventoras de futuro”, el objetivo de las políticas de ciencia y tecnología se valida socialmente por su contribución efectiva al desarrollo económico y social.

Ciertamente, estas reflexiones fueron formuladas en un contexto intelectual y político atravesado por el debate sobre las opciones de desarrollo y las vías alternativas para redistribuir el poder y la riqueza, en una región que se caracterizaba tanto por el potencial de su dotación de recursos como por la profundidad de sus desigualdades sociales. En contra de la visión del desarrollo como una sucesión lineal de etapas motorizadas por el crecimiento económico, en ese momento de América latina predominaban las tesis que, con diversos matices y orígenes conceptuales, sostenían que el atraso económico de los países subdesarrollados se originaba en su propia estructura productiva y de propiedad de los recursos, por un lado, y en la dinámica de su integración con los mercados mundiales y los países desarrollados, por el otro.

Para quienes, como Aldo, se inscribían en este pensamiento, la superación de las relaciones de subordinación y dependencia con los países centrales y la transformación de las estructuras que internamente trababan la movilización de los recursos disponibles aparecían como condiciones absolutamente necesarias para promover una trayectoria de cambio económico y social. De hecho, con mayor intensidad entre las décadas de 1950 y 1970, en varios países latinoamericanos se desarrollaron experiencias de una activa participación del Estado como coordinador, planificador y promotor del desarrollo económico. En estos procesos, el alcance del objetivo principal de mejoras en la distribución del ingreso y en la calidad de vida de la población fue íntimamente ligado a la profundización de la industrialización, entendida como actividad agregadora de valor a los recursos naturales, generadora y difusora de progreso técnico y promotora de empleos de mayor calificación.

Esta etapa histórica fue cruentamente clausurada en la mayoría de los países de la región a mediados de los años setenta; ya apenas unos meses antes de la primera edición de este libro, un golpe militar en Chile había derrocado al gobierno constitucional del presidente Allende y pocos meses después una dictadura cívico-militar habría de desplazar el régimen democrático en la Argentina. Valga la mención a estos dos casos particulares solo como una referencia a un proceso más generalizado de violencia institucional y quiebre del ordenamiento democrático, que provocó una extraordinaria regresión social en la región y que desarticuló las bases políticas de aquellos objetivos de transformación económica. Sin ninguna pretensión de hacer una reducción “economicista” de los orígenes o causas de ese período oscuro de nuestra historia, cabe afirmar que los regímenes dictatoriales encarnaron y fueron la cara política de la reacción de los poderes centrales y de las elites internas a los intentos y la vocación de mayor independencia económica.

A partir de ese momento, se dejan de lado las opciones de desarrollo basadas en la industrialización por sustitución de importaciones y en la búsqueda de una mayor articulación de las capacidades científicas y tecnológicas locales con el aparato productivo, para dar paso a procesos de acumulación con eje en la especialización en las ventajas comparativas naturales y en la expansión de las actividades financieras. Las recurrentes crisis que enfrentaron los países del Tercer Mundo a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta ‒y las hipótesis que predominaron sobre sus razones‒ fueron desplazando del centro de interés a las teorías sobre el desarrollo y los problemas vinculados con la planificación y el largo plazo. Entre los resultados más destacados de este proceso puede remarcarse la significativa pérdida de protagonismo del Estado en la orientación de la asignación de recursos.

Desde mediados de los años ochenta y hasta recién comenzado el nuevo milenio, período en el que predominaron en la región las políticas económicas enmarcadas en el llamado Consenso de Washington, la superación del atraso económico tendió a asociarse fundamentalmente con la inserción en la economía mundial sobre la base de las ventajas comparativas disponibles, a través de una vasta desregulación de los mercados, la integración plena en los circuitos comerciales y financieros internacionales y el aseguramiento de la estabilidad monetaria. En general, los resultados de estas políticas fueron dramáticos en términos de los indicadores económicos y sociales más representativos, como el empleo, la distribución del ingreso y el acceso a los bienes públicos; asimismo, el crecimiento económico acumulado en el período fue, en gran medida, esterilizado por las crisis que terminaron cuestionando severamente ese paradigma político y económico, al tiempo que dejaron al descubierto la desarticulación de porciones significativas de las tramas productivas históricas y la restricción impuesta por los inéditos niveles de endeudamiento.

El debate y las preocupaciones sobre la causalidad, la dinámica y las políticas del desarrollo ‒que tenían a Ferrer como un protagonista destacado‒ ocuparon un lugar central en las tres décadas que siguieron a la posguerra y fueron relegados posteriormente por el predominio intelectual y político de un recetario más o menos uniforme de supuestas buenas prácticas técnicas e institucionales. Sin embargo, a lo largo de esta última fase se generalizaron y agudizaron los problemas de inequidad a nivel mundial, se ampliaron las brechas económicas y sociales entre los países del centro y la periferia y se reveló la pobre sustancia conceptual de una solución y un modelo únicos; el paradigma del “fin de la historia”, pretenciosamente incubado y generalizado entre el auge de las concepciones neoconservadoras y el colapso de los “socialismos reales”, se reveló tan débil como efímero. Esta constatación y la insatisfacción creciente en los medios académicos y políticos con lo que “la profesión” de la economía venía diciendo al respecto han llevado más recientemente a un resurgimiento de las preocupaciones sobre el desarrollo y, en consecuencia, a una revisión de los proposiciones tradicionales y a nuevas elaboraciones que tratan de dar cuenta de las particularidades de la fase vigente de la economía mundial.

En América latina este debate está abierto y activo. El retorno del crecimiento económico en los países de la región, después de más de dos décadas de relativo estancamiento, ha creado la necesidad de discusión sobre la naturaleza, los determinantes y límites de ese crecimiento y, sobre todo, sobre las políticas de desarrollo necesarias para darle un carácter duradero. A su vez, ante los desafíos de la crisis global, la revolución tecnológica y la incorporación de nuevos actores en la economía internacional, se hace necesario renovar el pensamiento y los debates sobre el desarrollo, mediante la articulación de antiguas tradiciones teóricas con nuevas vertientes del pensamiento económico y social. En particular, se debe hacer un esfuerzo para dar la debida consideración a las estrategias y políticas de mediano y largo plazo tendientes a ampliar y profundizar las capacidades productivas, científicas y tecnológicas endógenas, y a garantizar el aumento de la calidad de vida y la progresividad y equidad distributiva.

El caso de la Argentina resulta propicio para una exhaustiva evaluación de esta problemática. Si bien durante el período de industrialización por sustitución de importaciones, el grado de desarrollo, complejidad y complementariedad de su entramado industrial era de los más ricos de América latina, la celeridad y profundidad de las políticas aperturistas y de desregulación económico-financiera experimentadas durante los años noventa también alcanzaron un nivel único en la región. A comienzos de dicha década se había instalado cierto consenso acerca de que las “viejas” formas de intervención eran en sí mismas restricciones significativas para el proceso de desarrollo; sin embargo, el rápido deterioro de los indicadores laborales y el aumento incesante de la pobreza y la indigencia comenzaron a cuestionar la idea de desarrollo centrada exclusivamente en el crecimiento y en las bondades del libre mercado, por lo que, progresivamente, fueron recuperando espacio los análisis sobre la relación entre crecimiento y empleo y entre estructura productiva, sustentabilidad y distribución del ingreso. Para una resolución virtuosa de estas dinámicas, resulta esencial, tal como lo planteaba hace ya cuarenta años Ferrer, el fortalecimiento de la capacidad local de generación y absorción del conocimiento científico y tecnológico.

La literatura económica ofrece buenos argumentos y pruebas para sostener que la clave para transformar un ciclo de expansión en un proceso de desarrollo económico está en la dimensión mesoeconómica; Aldo lo establece claramente en el texto que comentamos. La composición sectorial de la producción, las estructuras de mercado, el funcionamiento de los mercados de factores y las instituciones que entornan el aparato productivo condicionan su evolución. Cualquier sendero de desarrollo se modelará en función de la dinámica de cambios en la estructura de producción, la que resultará de una interacción entre la secuencia de incorporación de cambio tecnológico e innovaciones de proceso, de producto, organizacionales e institucionales –con la consecuente difusión de los procesos de aprendizaje‒ y la densidad de complementariedades presentes o inducidas en la estructura productiva. La capacidad de un sistema productivo para crear nuevas actividades es un componente fundamental de una pauta de rápido crecimiento económico, pero la transformación de la estructura productiva estará esencialmente determinada por su difusión y la creación de encadenamientos productivos.

Quizá de un modo más marcado que en otros países en desarrollo, la evolución de la estructura productiva en el caso argentino ha estado condicionada en el largo plazo por tres rasgos estructurales. Uno de ellos es la restricción externa, que ha sido causa o desencadenante importante del crecimiento espasmódico y tendencialmente débil, de la volatilidad cambiaria, de presiones inflacionarias y de agudos conflictos distributivos. Otro es la volatilidad de las variables reales que, sea por la destrucción de recursos productivos en las fases recesivas, por el perjuicio a la reproducción de economías dinámicas de escala o por la formación de expectativas perversas en los agentes económicos, ha deprimido la tasa de crecimiento potencial. El tercero es un proceso de desindustrialización relativa prematuramente forzado, en el que se han perdido ‒o al menos debilitado‒ capacidades productivas, tanto a nivel microeconómico como del propio tejido industrial. Ciertamente, el contexto y las políticas económicas predominantes en los últimos años han posibilitado administrar estos rasgos al desplazar transitoriamente sus efectos contractivos; sin embargo, sus determinantes estructurales no han sido removidos, por lo que la reciente reaparición de condiciones de restricción externa, la consolidación de una tasa de desempleo elevada y las debilidades del proceso de inversión son sus síntomas más notorios.

La Argentina ha experimentado importantes transformaciones económicas luego de la crisis y el colapso del régimen de la convertibilidad. No obstante, desde la perspectiva del desarrollo económico se requiere un salto de calidad en el proceso de industrialización, basado en la incorporación difundida de conocimiento e innovaciones y en la generación de fuertes complementariedades para poder enfrentar las heterogeneidades presentes en la estructura productiva. En este sentido, la prédica más reciente de Aldo retomaba las cuestiones enunciadas originalmente en Tecnología y política…: sería necesario reconstruir un entramado de relaciones productivas que favorezcan el incremento de la productividad ‒con la incorporación de mayores dosis de diseño, ingeniería y conocimiento en general‒, de modo tal de que, sin comprometer el retorno de la inversión, se consoliden mejoras distributivas y se generen nuevos mercados. En sus últimas intervenciones, Ferrer reconocía que el crecimiento reciente constituía un buen punto de partida, pero que su profundización hacia un sendero de desarrollo inclusivo reclamaba el rediseño de la intervención estatal a nivel de la estructura productiva.

El sistema económico mundial y la dinámica productiva y social en América latina, en general, y de la Argentina en particular, han atravesado por cambios importantes en las últimas cuatro décadas y, claramente, su configuración no es la misma que cuando el texto que comentamos fue escrito; sin embargo, la mayoría de las cuestiones ahí tratadas y el enfoque analítico permanecen válidos, tanto como la urgencia social que lo motivó originalmente. Las potencialidades y debilidades de nuestro sistema científico-tecnológico diagnosticadas por Ferrer a principios de los años setenta pueden haberse redefinido en el marco de las tendencias de cambio previamente comentadas, pero, en lo esencial, siguen condicionando las oportunidades y restricciones para un desarrollo económico y social que cumpla con los intereses y las ambiciones de las clases históricamente postergadas. En particular, la señalada existencia de un déficit de demanda efectiva para los servicios proporcionados por los sistemas nacionales de ciencia y tecnología, en razón de las características predominantes en la estructura productiva, se ajusta perfectamente a la situación actual y, en consecuencia, también resulta pertinente la propuesta de planificación integral y estratégica del desarrollo científico-tecnológico.

Vayan estas líneas como un merecido homenaje a un texto hoy vigente y necesario. A su autor, el maestro Aldo Ferrer, por su originalidad y coherencia intelectual. Y a aquellos pioneros que señalaron con su provocadora producción el carácter estratégico del vínculo entre la ciencia y la tecnología y el desarrollo económico y social.

Autorxs


Fernando Porta:

Director del Doctorado en Desarrollo Económico de la UNQ y Director Académico del Centro Interdisciplinario de Estudios en Ciencia, Tecnología e Innovación (CIECTI).

Fernando Peirano:
Economista, Profesor UNQ y UBA, Presidente AEDA.