Agricultura y extractivismo

Agricultura y extractivismo

Una breve comparación general entre la producción sojera en la Argentina y la minería a gran escala muestra el inconveniente de subsumirlas bajo una misma conceptualización a la hora de analizar el paradigma neoextractivista. Por sus características diferenciales, el caso de la soja plantea un escenario en el que las propuestas concretas para volver más sustentable la actividad pueden ser más rápidas, eficientes y factibles, siempre y cuando se cuente con la intervención del Estado.

| Por Carlos Reboratti |

Tal como lo demuestran los trabajos publicados en este número de la revista, el interés por lo que se podría llamar en términos generales el “extractivismo” es creciente. Este crecimiento, como es usual y necesario, ha despertado un debate sobre el origen, el alcance y el futuro de la cuestión. Dentro de este desarrollo conceptual y teórico se encuentra el tema de la extensión de la idea de extractivismo en relación con el tipo de recursos naturales que se explotan. Si bien la gran mayoría de los trabajos publicados tratan exclusivamente sobre el tema minero, a partir de una idea de Gudynas (seguramente el autor más nombrado en esta temática), la noción de extractivismo se extendería también a la actividad agropecuaria y, más específicamente, a la producción a gran escala de cultivos destinados a la exportación. En este trabajo me gustaría poner en cuestión esa idea, no necesariamente para entrar en un debate teórico sobre los algo nebulosos alcances del término, sino centrándome en un punto más práctico: si ponemos el extractivismo minero junto con el agrícola, automáticamente las soluciones posibles entran en el fangoso terreno de las variadas respuestas que se proponen al extractivismo en general, tales como la adopción de la idea del buen vivir o el nuevo socialismo. Estas respuestas, aunque parten de un buen diagnóstico de la situación, están todavía en un nivel de definición y debate que se encuentra mucho más cerca de la utopía que de la realidad.

Mi hipótesis es que las diferencias entre la producción minera y la agricultura son tan grandes y sus características tan diferentes que las respuestas a la segunda podrían ser mucho más rápidas, eficientes y factibles que las primeras, acercándonos a lo que el mismo Gudynas llama “extractivismo sensato”. Para ilustrar dicha hipótesis, usaré el caso de la producción sojera de la Argentina comparándola con la minería a gran escala.

Usualmente las características que se asocian con el extractivismo (o para ser más precisos, el neoextractivismo) son el uso extensivo de recursos naturales, un bajo o inexistente nivel de valorización posterior a la extracción, un destino predominantemente de exportación y la presencia dominante de compañías multinacionales en el proceso. Relacionado con todo lo anterior, se señala también la importancia de los conflictos socioambientales generados por la explotación y la presencia del Estado como promotor de la actividad.

En relación con la primera de esas características, el uso masivo de recursos naturales, el problema radica en que la situación es bien diferente si se trata de recursos naturales renovables o no renovables (pido perdón por seguir utilizando el algo obsoleto término de “recursos” y aferrarme a una clasificación algo simple). Los recursos naturales no renovables, como su nombre lo indica, una vez que son extraídos de la naturaleza no vuelven a reproducirse, o no lo hacen en un lapso por lo menos aceptable para las necesidades de la sociedad. De esta manera, cuando se extraen el oro, el cobre o cualquier otro metal, este recurso deja de pertenecer a lo que podríamos llamar nuestro “capital natural”. En cambio, los recursos naturales renovables, de origen orgánico, tienen capacidad de reproducirse, en períodos de tiempo y contextos diferentes en cada caso. En el extractivismo, la minería utiliza los minerales y la agricultura una combinación de recursos naturales, básicamente el suelo, a lo que se suma una serie de recursos de los llamados permanentes, como son la luz solar y el agua, que son inagotables. Aclaro que estamos hablando en este caso de la agricultura masiva, que por lo menos en la Argentina es de secano, esto es, solo utiliza el agua de lluvia (y en muy contados casos el agua subterránea para hacer un riego complementario). El suelo es en realidad un conjunto de recursos, ya que combina minerales, rocas, agua y restos orgánicos en diferente grado de descomposición, pero ese conjunto, en condiciones normales y después de una cantidad variable de años, se regenera, salvo en el caso de los elementos provenientes de la roca original, como el fósforo y el potasio, que no se recuperan y deben ser reemplazados por insumos externos a medida que se extraen.

Teniendo en cuenta esa diferencia, y buscando valorizar las pérdidas sufridas en el capital natural, sería pertinente que a los que extraen los recursos naturales no renovables se les cobrara un canon, no ya por la reposición (imposible técnicamente) sino por la pérdida absoluta del recurso, mientras que a los que utilizan recursos naturales renovables se les debería obligar a que garanticen su reposición. Por alguna circunstancia curiosa (en realidad no tanto, ya que tiene que ver con la cantidad de renta que genera cada tipo de extractivismo), nuestro país hace exactamente al revés: no les cobra un peso a las compañías mineras por el material extraído y sí se les cobra más de un 30% a los productores sojeros, mientras se hace el distraído en relación con el cuidado del recurso suelo.

Un segundo punto es el relativo al grado de valorización de la producción que se exporta, lo que implícitamente se refiere a que cuanto más valor agregado tiene la exportación, mayor será el precio obtenido y mayor la actividad económica generada en el país, con todo lo que esto trae aparejado. Ahora bien, si comparamos la producción minera y la agricultura en la Argentina, vemos que cuando la primera se exporta prácticamente sin proceso de purificación que vaya más allá de la separación gruesa del mineral y la ganga, en el caso de la soja, por ejemplo, buena parte de la producción de grano pasa primero por un proceso de producción de aceite y sus subproductos. Esto ha generado que en el país se haya desarrollado uno de los más importantes sistemas de producción aceitera mundial, lo que no es poca cosa, ni en el valor agregado ni en la cantidad de gente empleada.

Una tercera característica que se adscribe al tema del neoextractivismo es la presencia monopólica de grandes compañías multinacionales en la producción. En este caso la diferencia con la agricultura es importante y creo que fundamental para separarlas conceptualmente: en la Argentina la producción sojera está a cargo de literalmente miles de productores de diferente tamaño, desde los que manejan 50 hectáreas hasta los que administran cientos de miles. Es una verdadera lástima (o una vergüenza) que en nuestro país, que se precia de ser un importante productor agropecuario, no tengamos datos precisos sobre ese tema: el último censo agropecuario confiable es del año 2002 y este indicaba más de 50.000 productores de soja. Algunos años después, la ONCCA estimaba el número en alrededor de 80.000. Estas cifras nos están indicando una gran diferencia entre los dos tipos de producción: mientras que en la minería los relativamente pocos emprendimientos (unos 12) adoptan el sistema de enclave, territorialmente aislado, la producción sojera está atomizada entre miles de productores distribuidos en un espacio enorme (no menos de nueve provincias) y totalmente inserta y mezclada en el territorio, con el cual establece una fuerte relación.

También como diferencia con la producción minera habrá que señalar que la producción agrícola es notablemente flexible, ayudada por cierto por las condiciones naturales –sobre todo de la región pampeana–. Esto significa que un productor sojero, si las circunstancias lo favorecen, podría optar muy rápidamente y con relativamente pocos cambios tecnológicos por la producción de maíz, trigo, girasol o vacunos. Como veremos más adelante, esta es una de las características que hacen más fácil pensar en inducir cambios en la producción para hacerla más sustentable.

En relación con la presencia del capital extranjero, mientras que es absolutamente dominante en la minería (no hay compañías mineras nacionales), es muy poco común en la producción sojera. Si bien hay alguna empresa de capital extranjero (como Cresud, por ejemplo) la enorme mayoría de los productores son argentinos y, en realidad, pasa casi lo contrario: empresas argentinas son las “multinacionales” en países como Uruguay y Paraguay, lo que podría dar lugar a la curiosa situación de que en otros países ¡los extractivistas extranjeros somos nosotros! Por supuesto, esto no quiere decir que en la llamada “cadena de la soja” no exista el capital internacional, como está bien claro en el sector de insumos y de exportación.

Un tema especialmente complejo es el de los conflictos que genera el neoextractivismo, y aquí también es necesario hacer alguna distinción entre las dos formas de las cuales venimos hablando. Los conflictos generados por la instalación minera son, por diversas razones, los más conocidos para el público en general, entre otras cosas por su inmediato impacto mediático. Por las propias características de la explotación minera, son conflictos territorialmente circunscriptos, cuyas causas (reales, potenciales o imaginarias) son evidentes y donde los responsables están claramente identificados. En el tema de la producción sojera la situación es más compleja.

Como vimos, esta producción es generada por una gran cantidad de agricultores, distribuidos en un área muy grande y que, en conjunto, cubren unos 16 millones de hectáreas. Esto hace que no se generen conflictos localizados por el propio cultivo y, muy por el contrario, en la región pampeana por lo menos la soja es vista casi como una bendición, ya que ha generado un notable efecto de derrame económico sobre los pueblos y las ciudades. Esto no quiere decir que la producción sojera no tuviera, desde casi su inicio, opositores que generaron una polémica. Esta está centrada en varios temas, tales como la sospecha sobre el efecto negativo en la salud de los cultivos transgénicos, la concentración del capital, la tierra y la producción, la dependencia a un solo producto en las exportaciones, el efecto negativo de la producción sojera en el mercado de trabajo y los impactos ambientales producidos por los sistemas de cultivo. Salvo en el último tema, la producción sojera se mantuvo en un nivel de polémica inconclusa, donde los diferentes contendientes se mantienen firmemente en sus posiciones, todos exhibiendo pruebas que consideran concluyentes.

En el tema ambiental, la situación es diferente. Por una parte, todos parecen estar de acuerdo en los efectos negativos que tiene sobre el suelo la práctica del monocultivo sojero y la necesidad de una rotación que le permita a ese recurso recuperarse. Si bien este acuerdo existe, lo que no existe es otro que nos haga llegar a esa rotación cuando la diferencia de rentabilidad entre los cultivos es muy alta, lo que promueve que los productores –y sobre todo los que trabajan en tierra ajena– continúen produciendo soja. Una medida tan simple como la que se aplicó a principios del 2016, como fue eliminar las retenciones a los cultivos con la excepción de la soja, en parte produjo el efecto esperado, ya que alrededor de un millón de hectáreas pasaron a maíz y trigo, lo que indica una tendencia a la rotación.

Un tema que sí generó conflictos, esto es, posicionamientos opuestos no negociables con respecto a un determinado tema que generan acciones directas para forzar al contendiente, fue el del uso de productos químicos para neutralizar lo que se consideran malezas o pestes (evito a propósito el uso de términos como agroquímicos y biocidas). Como es sabido, la introducción en 1996 de la soja transgénica, acompañada años más tarde con la siembra directa, generaron una especialización del uso de químicos centrada en el glifosato, herbicida de amplio espectro y bajo precio. Esto generó dos tipos de conflictos, uno de mayor alcance geográfico respecto de la fumigación aérea en áreas cercanas a las plantas urbanas, y otro muy específico alrededor de la construcción de una planta de semillas en los alrededores de la ciudad de Córdoba.

El cada vez mayor tamaño de los campos sojeros y la búsqueda de menores costos llevaron a muchos productores a contratar para las fumigaciones el uso de avionetas (este método se venía utilizando en la región pampeana desde mucho antes del boom sojero), capaces de terminar el trabajo en mucho menos tiempo. Pero lo que se gana en tiempo se pierde en precisión y, además, las fumigaciones hechas en altura están a merced del viento que arrastra los productos químicos hacia otros lugares. Pareciera obvio que este tipo de fumigaciones debería hacerse a una distancia considerable de los centros poblados, justamente para evitar esos efectos no deseados (casi podríamos llamarlas externalidades negativas). Sin embargo, la falta de controles y la desidia de productores y aplicadores hicieron que con frecuencia los bordes urbanos sufrieran los efectos de las fumigaciones, tanto los más evidentes (olor, picazón, problemas respiratorios) como los más graves. Si bien nunca se ha hecho un análisis epidemiológico amplio y a fondo, en muchos pueblos de la región informes de los médicos locales indican el aumento de enfermedades que podrían estar ligadas a las fumigaciones. Si esto es verdad o no, todavía es cuestión de debate, pero la mínima aplicación de un principio precautorio indica la necesidad de ampliar la zona periurbana de prohibición de fumigación aérea. Esto no ha dejado de producir intensos debates locales (la determinación del tamaño de la franja de exclusión suele ser potestad de los municipios), dado que se trata, como hemos visto, de pueblos y ciudades donde la actividad sojera es la base de la economía, y la reducción de la superficie potencialmente productiva genera posiciones antagónicas entre los que advierten sobre los peligros de la fumigación sin control y los que intentan ampliar tanto como se pueda la superficie agrícola.

Distinto fue el caso del proyecto de construcción de una planta de tratamiento de semillas de la firma Monsanto en una localidad cercana a la ciudad de Córdoba. Este es un caso muy interesante porque la oposición a la construcción de la planta que se generó entre la población local es el resultado de una mezcla de informaciones cruzadas y opuestas, la capacidad de algunos ambientalistas para influenciar a la población sobre los potenciales peligros de la puesta en marcha de la planta, el mal nombre que ha adquirido Monsanto como productora de semillas transgénicas y el cercano caso de un juicio generado y ganado por la población de Ituzaingó por los efectos nocivos de la fumigación periurbana. Para ver la influencia que tiene el contexto social y aun geográfico en el desarrollo de casos como este, se lo puede comparar con la apertura de una planta de similares características (si bien más pequeña) en la localidad puntana de Candelaria por parte de la firma Bayer (actual dueña de Monsanto), que no generó ningún tipo de reacciones por parte de la población local y, por el contrario, fue recibida con beneplácito.

Si una de las diferencias entre el extractivismo de viejo cuño y el neoextractivismo es la intervención del Estado, en el caso de la producción agrícola en gran escala es justamente la presencia de ese actor, unida a las características diferenciales de la actividad que he mencionado, lo que me hace pensar la posibilidad de un control mucho más efectivo y posible que en el caso de la actividad minera. Medidas de protección ambiental como la que mencioné con respecto de la diferenciación de retenciones, el control efectivo de fumigaciones, una ley de regulación y control de los insumos agrícolas que evite el sobreuso de fertilizantes y herbicidas y una ley de arriendo que fije un período mínimo de contrato y contemple la obligatoriedad de rotaciones podrían, entre otros, ser pasos hacia el tan necesario extractivismo sensato. Entre otras acciones, sería muy útil que el Estado direccione al sistema científico tecnológico hacia la búsqueda de la solución de estos temas y, en forma paralela, que desarrolle métodos y ámbitos para el diálogo efectivo entre actores.

Relacionado con lo anterior, esto no quiere decir que lo que podríamos llamar el “extractivismo agrícola” tenga todas las soluciones al alcance de la mano. Subsisten muchos problemas, muchas discusiones y muchos conflictos latentes, como son la perversa relación entre producción sojera y desmonte en el norte del país, las disputas por la tierra en la misma región, la polémica por la extracción de agua y nutrientes, el patentamiento y uso de semillas transgénicas y el potencial beneficio de la adopción de la agroecología. En aras del beneficio de todos, podríamos tal vez comenzar por ser separar lo posible de lo utópico.

Autorxs


Carlos Reboratti:

Geógrafo, investigador principal del CONICET en el Instituto de Geografía y profesor titular regular en la UBA, 1985-2015. Entre otras publicaciones, Ambiente y sociedad. Conceptos y relaciones, Ariel, 2000 y 2010; La naturaleza y nosotros. El problema ambiental, Claves para todos, Del otro lado del río: ambientalismo y política entre uruguayos y argentinos (con V. Palermo), Edhasa, 2007, y El Alto Bermejo. Realidades y conflictos, La Colmena, 2000 y 2009. creborat@gmail.com.