Activismo cannábico: nuevo actor social

Activismo cannábico: nuevo actor social

Con el objetivo de acabar con el estereotipo del “adicto” y con el consenso social existente en torno al prohibicionismo, los activistas cannábicos intentan instalar el concepto de “usuario responsable” frente a la idea de sujetos enfermos, dependientes, sin un proyecto de vida, o como seres peligrosos, delincuentes y cómplices del narcotráfico. El fin último, alcanzar una nueva ley penal y cambiar el paradigma de intervención estatal vigente.

| Por Florencia Corbelle |

En 2010, la novena edición local de la Marcha Mundial de la Marihuana (MMM), un evento que se realiza anualmente desde 1999 de forma simultánea y autónoma en ciudades de todo el mundo cada primer sábado de mayo, dejó de ser en la ciudad de Buenos Aires una concentración de unos pocos miles frente al Planetario para convertirse en una multitudinaria manifestación que, tras una bandera que rezaba “¡Despenalización ya! Por una nueva ley de drogas”, recorrió la docena de cuadras que separan la Plaza de Mayo del Congreso Nacional. El cese de las detenciones, discriminación y maltrato a los usuarios, el respeto por las libertades individuales y los derechos de los usuarios medicinales, la promoción de políticas de salud, prevención y reducción de daños y la despenalización de la tenencia de drogas y el cultivo de marihuana, fueron las consignas que acompañaron el reclamo y se replicaron en la histórica marcha rosarina y la tradicional concentración cordobesa en el Parque Las Heras, así como en las ciudades de Comodoro Rivadavia, La Plata, Mendoza, Mar del Plata, Neuquén, San Juan, Trelew, San Miguel de Tucumán y Río Cuarto.

De esta forma, un floreciente activismo cannábico inscribía en el espacio público un conjunto de demandas vinculadas con el problema de la criminalización de las personas que usan drogas y los costos sociales que ello trae aparejado, sumándose así a otras voces críticas del paradigma prohibicionista/abstencionista que se alzaban desde organizaciones de la sociedad civil y algunos sectores del Estado. Recordemos que, para ese entonces, no sólo el ministro del Interior, Aníbal Fernández, había cuestionado la política de lucha contra las drogas enarbolada en el ámbito nacional e internacional y creado el Comité Científico Asesor en Materia de Control de Tráfico Ilícito de Estupefacientes, Sustancias Psicotrópicas y Criminalidad Compleja, entre cuyos objetivos se encontraba elaborar anteproyectos de reforma y actualización legislativa; sino que la Corte Suprema de Justicia había declarado inconstitucional la penalización de la tenencia de drogas para consumo personal. En la misma línea, diputados de las principales fuerzas políticas presentaron en los meses que siguieron a la marcha diversos proyectos de modificación de la ley de drogas en el Congreso de la Nación.

No obstante, cinco años más tarde, pese a que el activismo cannábico contribuyó a instalar el tema en la agenda pública, colaboró en la redacción de algunos proyectos de ley, participó activamente del debate parlamentario y movilizó el pasado mayo, en el marco de la MMM, 200 mil personas en reclamo por la modificación de la normativa penal vigente –es decir, pese a organizar una de las manifestaciones con mayor convocatoria en la actualidad y la marcha de la marihuana con más cantidad de participantes a nivel mundial–, lo cierto es que no sólo sus demandas no tuvieron el éxito esperado; sino que, en gran medida producto de una escasa –y en muchos casos estigmatizante– cobertura mediática, poco en verdad se sabe sobre este nuevo actor social. Interesa aquí, entonces, describir y reflexionar acerca de las formas de organización y la acción política de estos activistas, en pocas palabras, su forma de hacer política.

De la clandestinidad al debate parlamentario

El activismo cannábico forma parte de un campo más amplio de lucha por una nueva ley de drogas “más justa, más humana y más eficaz”, pero fundamentalmente respetuosa de los derechos humanos. En este sentido, comparte demandas, y en ocasiones espacios de debate y modalidades de protesta, con otras organizaciones de la sociedad civil: redes de usuarios, asociaciones de reducción de daños y organizaciones de derechos humanos. Sin embargo, la cotidianeidad de los sujetos que luchan, las interacciones que los activistas mantienen con las burocracias del Estado por fuera de los momentos de protesta así como los diferentes modos de expresar demandas, concitar adhesiones y construir autoridad, hacen a la particularidad de cada colectivo. En este sentido, la penalización encubierta del consumo de drogas –mediante la penalización de su tenencia– así como de todas las actividades a este relacionadas, ha impreso a la lucha de los activistas cannábicos un carácter, sin duda, específico. Veamos.

Hoy en día, cuando hablamos de activismo cannábico estamos hablando de un espacio multi-organizacional conformado, mayormente, por asociaciones de usuarios y cultivadores de cannabis (nombre científico de la planta de marihuana). Esto es, agrupaciones que, además de asistir a usuarios medicinales, brindar protección y asesoramiento jurídico e informar sobre la planta y el autocultivo de cannabis, se manifiestan en oposición al paradigma prohibicionista de intervención estatal vigente y exigen cambios en la legislación penal tanto como en las modalidades de atención y tratamiento. Actualmente, existen en el país numerosas agrupaciones cannábicas, aunque las de mayor trayectoria se encuentran emplazadas en las ciudades de Córdoba, Rosario, Mar del Plata, La Plata, Buenos Aires y su conurbano. Asimismo, son parte importante de este colectivo las publicaciones especializadas y otros enclaves cannábicos como las Copas (campeonatos de cata de flores de marihuana), los growshops (tiendas donde se venden insumos y accesorios para el cultivo y consumo de marihuana), los foros de Internet y las redes sociales. Sin embargo, esto no siempre fue así.

Hasta hace algunos años los ámbitos de socialización por antonomasia eran los espacios virtuales, comercios que atendían con las persianas bajas y eventos clandestinos de difícil acceso aun para los propios usuarios y cultivadores de cannabis. La penalización encubierta del consumo de drogas así como de todas las actividades a éste relacionadas, hacía que la desconfianza y el miedo primaran sobre el deseo de conocerse, de verse las caras. Por lo que, a no ser por Cogollos Córdoba –una asociación de reducción de daños abocada a asistir haciendo uso terapéutico del cannabis a personas viviendo con VIH y cáncer– y un puñado de activistas rosarinos que luego conformarían Cogollos Rosario, no había organizaciones de usuarios o cultivadores de cannabis. Fue recién a partir del 2007, con la revista THC –primera publicación nacional especializada en la temática– ya en las calles, que esta situación comenzó a modificarse. Ello fue así porque la revista, además de otorgarle mayor visibilidad a la cultura cannábica, supo convertirse en punto de encuentro, espacio de denuncia, información y asesoramiento jurídico para los usuarios y cultivadores de cannabis. Sin embargo, no fue sino hasta que la publicación asumió su actual labor como coordinadora de la MMM que logró impulsar la organización de activistas, hasta entonces dispersos, en lo que fueron las primeras agrupaciones cannábicas.

El 2010 fue un año bisagra para el activismo cannábico. Un boom en el autocultivo de marihuana estimuló la organización de nuevos campeonatos de cata, el crecimiento de la industria cannábica local y el lanzamiento de nuevas publicaciones como la revista Haze y el periódico Soft Secrets; pero, sobre todo, expandió considerablemente las fronteras del mundo cannábico al parir una nueva generación de cultivadores dispuesta a salir a la calle. La convocatoria que tuvo la novena edición de la MMM así como la decena de nuevas agrupaciones que se conformaron en la provincia de Córdoba y Buenos Aires antes de culminar el año no hicieron más que comprobarlo, la semilla del activismo había germinado. Meses después, la diputada Victoria Donda (Libres del Sur) presentaba un proyecto de ley elaborado en conjunto con el equipo de trabajo de la revista THC que quitaba las medidas de seguridad curativas de la ley penal y modificaba aquellos artículos que, al penalizar la tenencia de drogas y el cultivo de cannabis, habilitan prácticas de detención y allanamiento policiales en gran medida discrecionales. El proyecto se sumaba así a los ya confeccionados por Generación para un Encuentro Nacional y la Unión Cívica Radical y sería luego secundado por los presentados por el Partido Socialista, el Frente para la Victoria y el Partido Justicialista. Así pues, el tema no sólo estaba en agenda, el debate por la despenalización había entrado al Congreso y los cannábicos tenían su proyecto.

Con todo, el debate legislativo en torno a la modificación de la ley penal finalmente derivó en la sanción del Plan integral para el abordaje de los consumos problemáticos (IACOP), para luego estancarse. No obstante, de la época en que se juntaban temerosos para verse por primera vez las caras, pasando por la conquista de los espacios socialmente legitimados de protesta para hacer público su reclamo, estos activistas recorrieron un largo camino que acabó por colocar sus demandas en la arena parlamentaria. Más aún, a lo largo de estos años, sus agrupaciones, actividades y acciones políticas –marchas, concentraciones, mesas informativas, talleres y cursos de cultivo– se han multiplicado y el piso mínimo de reformas exigido por un sector de este activismo ha aumentado –como da cuenta el proyecto de legalización y regulación del cannabis y clubes de cultivo presentado por la Agrupación Agricultores Cannábicos Argentinos y la Mesa Nacional por la Igualdad–. Pero aunque el activismo cannábico creció de forma exponencial, cierto es también que las agrupaciones todavía enfrentan serias dificultades para obtener la personería jurídica y, aún hoy, cuentan entre sus filas con usuarios y cultivadores que estuvieron detenidos y están siendo –o fueron– procesados por tenencia, comercialización y/o activismo. Esto es, por tener marihuana entre sus pertenencias al ser requisados por las fuerzas de seguridad en la vía pública, por cultivar cannabis para consumo personal o por “poner en peligro a terceros por hablar sobre su práctica”.

No somos adictos, somos usuarios responsables

La persecución policial y criminalización, empero, no es el único obstáculo que deben afrontar estos activistas. Como ha advertido Baratta en su Introducción a una sociología de la droga, tan negativos como los efectos de la penalización propiamente dicha son, entre otros, la estigmatización y actitud discriminatoria que esta genera en la sociedad. Esto se traduce en dificultades para acceder al sistema de salud, pérdida o problemas para conseguir empleo y, en el caso de los activistas en particular, en la impugnación de parte de sectores de la sociedad de su derecho a proponer y opinar, por ejemplo, en lo concerniente al diseño e implementación de políticas públicas relacionadas con el consumo de sustancias psicoactivas o a la modificación de la actual ley penal. De modo que los activistas cannábicos, amén de luchar por la modificación de la ley de drogas, denunciar las prácticas policiales y elaborar estrategias jurídicas para hacer frente a los procesamientos judiciales, luchan por ser reconocidos como interlocutores válidos, destinando parte importante de su tiempo a informar a la sociedad sobre los aspectos legales y costos sociales de la penalización, las propiedades medicinales e industriales del cannabis, el uso de drogas y los beneficios del cultivo de cannabis. El objetivo, romper con el estereotipo del “adicto” y con el consenso social existente en torno al prohibicionismo.

El concepto de “usuario responsable” ocupa, en este sentido, un lugar central en la praxis política de estos activistas. Originalmente acuñado por algunos profesionales de la salud y ciencias sociales para hacer referencia al “uso responsable” de drogas –esto es, un uso que no supone riesgos significativos ni para el usuario ni para otros–, ha sido redefinido por los activistas cannábicos como “(…) una persona que consume por una elección personal y [cuyos] consumos no alteran su normal desarrollo en la vida diaria, o sea, una persona que estudia, trabaja, tiene una familia y (…) puede llevar adelante una vida, con un proyecto de vida, de manera responsable”. De este modo, discuten con aquellas construcciones dicotómicas propias del sentido común, médico y jurídico que, aún hoy, consideran a los usuarios como sujetos enfermos, dependientes, faltos de voluntad, sin un proyecto de vida, sin estudio ni trabajo, carentes de responsabilidad, autonomía y libertad o bien como seres peligrosos, delincuentes y cómplices del narcotráfico.

Pero también, en tanto la dimensión moral del concepto de “usuario responsable” remite a valores como el “saber”, la “experiencia” y la “responsabilidad”, es puesta en juego por estos activistas en la medida en que –entienden– les permite posicionarse en términos moral y políticamente positivos y, de este modo, fundar las bases de su autoridad para reclamar, aumentar sus posibilidades de generar empatía y concitar adhesiones entre los miembros no-consumidores de la sociedad. Lo que explica, a su vez, el trabajo simbólico que se esfuerzan por realizar para que este universo moral –del que intentan abrevar su legitimidad– aparezca reflejado tanto en jornadas y conferencias como en las acciones de denuncia, demanda y protesta que despliegan en el espacio público y en las distintas instancias en que la sociedad civil es invitada a debatir en el Congreso nacional. Así, es posible observar cómo en estos diferentes espacios, aunque de muy diversas formas, las agrupaciones cannábicas inscriben sus demandas, al mismo tiempo que, apelando a recursos verbales y no-verbales –esto es, determinados usos del espacio y la palabra, la vestimenta, las actitudes, comportamientos y compañías– buscan dar encarnadura y constituirse en la cara visible del “usuario responsable”.

En ocasiones, como la MMM y la más reciente Marcha Nacional por el Cannabis, esto supone mantener limpia la calle, respetar los semáforos, evitar el consumo de alcohol y lograr convocar a familias, estudiantes, personas mayores y no-consumidores. De igual modo, pueden entenderse estas y otras consignas –como no bloquear la vereda ni la calle– cuando realizan concentraciones delante del Palacio del Congreso para demandar por una nueva ley de drogas, despliegan mesas informativas, organizan reuniones itinerantes o protestan frente a una comisaría por la detención de un usuario o frente a la casa de un cultivador que está siendo allanado. El mensaje que buscan dar –dicen– es claro: “Queremos que nos escuchen, no que digan ‘Esos drogadictos están rompiendo todo’. La idea es ir cartelito, pasacalle, pero tranca, sin bardo. Si te entrevistan, decir ‘Yo laburo y estudio, no soy un delincuente. Las leyes me convierten en delincuente por consumir y eso tiene que cambiar porque no lo somos’. Como contestándole a Izaguirre [presidente de la Asociación Antidrogas de la República Argentina] que nos compara con violadores de niños y a la THC con un libro sobre cómo pegarles a las mujeres”.

En otros escenarios, en cambio, la formación académica y la pertenencia institucional, pero también los gestos, actitudes, formas de vestir y de expresarse trazan límites y fronteras entre los expositores que no sólo se traducen en formas de tratamiento y presentación diferenciales sino también en la performance esperada de los disertantes. En pocas palabras, unos son expertos y los otros, cuando no “reventados” y “piantavotos”, meros “casos”. La preocupación de los activistas cannábicos por que se mencione su formación académica y pertenencia institucional, por ir de traje o hacer referencia a su saber y experticia, entonces, no sólo da cuenta del conocimiento que tienen de las lógicas de funcionamiento de estos espacios sino de su capacidad para desplegarlo estratégicamente y, en el proceso, constituirse en interlocutores válidos frente a un público que cuando no los estigmatiza tiende a cosificarlos.

Reflexiones finales

En síntesis, el artículo describe la forma en que los activistas cannábicos se organizaron para demandar por una nueva ley penal y denunciar –y manifestarse en oposición– al paradigma de intervención estatal vigente. No obstante, como intentamos dar cuenta a lo largo del trabajo, poco ganaríamos al afirmar que se trata de una lucha por la modificación de una ley penal “por injusta, poco humanitaria e ineficaz”. Más bien, dar cuenta de la lucha de estos activistas supone atender a formas particulares de experimentar, resistir y denunciar el poder de policía y el funcionamiento de la justicia penal a través de un largo camino que se inicia en la clandestinidad y pretende conquistar, a su paso, el derecho a circular libremente, acceder al sistema de salud, elegir un estilo de vida y hacer libre uso del propio cuerpo, pero también a ser reconocidos como interlocutores válidos, sujetos políticos plenos con el derecho a organizarse, manifestarse, protestar y demandar por lo que entienden son sus derechos.

En este sentido, argumentamos que el concepto de “usuario responsable” ocupa un lugar central en la praxis política de estos activistas, en tanto permea el modo en que expresan sus demandas, moldean sus acciones colectivas, concitan adhesiones y construyen su autoridad para reclamar. Ahora bien, afirmar la centralidad del concepto de “usuario responsable” no supone entender que los sentidos que en torno a este se articulan estén exentos de conflictos y contradicciones. Es más, diferentes agrupaciones le otorgan diferentes sentidos que son puestos en juego para justificar disímiles estrategias y acciones políticas. De modo que profundizar nuestro conocimiento sobre las formas de hacer política de este nuevo actor social –esto es, el modo en que expresan sus demandas, piensan y llevan a cabo sus acciones colectivas y construyen autoridad para reclamar–, resulta fundamental para pensar futuros y más amplios consensos en torno a la modificación de la actual ley penal.

Autorxs


Florencia Corbelle:

Licenciada en Ciencias Antropológicas. Becaria Doctoral del CONICET / Equipo de Antropología Política y Jurídica, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.