Explicando el aumento del delito: neoliberalismo y después

Explicando el aumento del delito: neoliberalismo y después

Desde la recuperación de la democracia la cantidad de delitos ha ido en permanente aumento en nuestro país. Si bien este fenómeno puede asociarse al incremento de la desigualdad, la disminución en la inequidad de ingresos de los últimos 10 años no ha bajado las altas tasas registradas. La influencia de los factores sociales, económicos y culturales en este fenómeno.

| Por Gabriel Kessler |

El delito, en particular contra la propiedad, ha conocido un gran aumento en las últimas dos décadas en todo el país. Luego de presentar brevemente esas tendencias, nos centraremos en las explicaciones que las ciencias sociales han dado a dicho incremento. En particular nos interesa diferenciar entre los trabajos centrados en lo que podríamos llamar el período neoliberal y aquellos orientados a comprender lo que sucede del 2003 en adelante.

Nos interesa centrarnos en este último período pues a pesar de las innegables mejoras de la situación social y en la disminución de la desigualdad, el delito no se revirtió de modo considerable y hasta algunas fuentes señalan un incremento en los últimos años. Esta reversión de la desigualdad y persistencia de tasas altas de delito nos obliga a repensar los factores que pueden estar gravitando en el presente, constituyendo un desafío para la reflexión académica y para las políticas públicas.

La evolución del delito en las últimas décadas

Según los datos de hechos denunciados, las agresiones contra la propiedad se multiplican por dos veces y media entre 1985 y 2000; incluso con una pequeña reducción desde 2003 y hasta 2008, los valores actuales duplican a los de mediados de la década precedente. En la ciudad de Buenos Aires, entre 1991 y 2008, la tasa de delito, es decir el número de hechos cada 100 mil habitantes, aumenta 5 veces. En la provincia de Buenos Aires (los datos no suelen permitir diferenciar conurbano del interior) se multiplica por dos veces y media. No todos los delitos han seguido la misma evolución. Las tasas de homicidio se mantienen en términos comparativos bajos respecto de nuestra región pero en los ’90 se ubican por encima de una media histórica en la Capital: se pasa de tasas cercanas a las de las urbes europeas, en torno a 2 o 3 homicidios cada 100 mil, llegando en algunos momentos a 9 para luego volver a disminuir. Son los delitos contra la propiedad lo que muestran un gran aumento a mediados de los ’90 en cada jurisdicción. En la ciudad y la provincia de Buenos Aires se registra un primer salto a mediados de los ’90, luego un pico a fines de la década, en un período de recesión e incremento del desempleo, y en 2002 se registran los valores máximos cuando se sufrían las consecuencias de la crisis del 2001. A continuación se produce en la provincia una franca disminución de los delitos contra la propiedad, que vuelven a bajar hasta el promedio de mediados de los ’90 (antes del pico registrado a mitad de la década); mientras que en CABA se mantienen más altos sin volver a los valores previos a ese primer gran aumento. Desde el 2008 en adelante la carencia de datos oficiales hace difícil armar un cuadro de la evolución reciente, pero por ejemplo la encuesta de victimización de la Universidad Torcuato Di Tella señala un incremento considerable de la victimización entre 2008 y 2013.

¿La evolución del delito en otras regiones es similar a la del área metropolitana? La primera diferenciación importante es entre tamaño de ciudades. La encuesta de victimización señalada muestra en 2013 que los centros de 10 mil a 100 mil personas tienen tasas de delito de 23,9% cuando a nivel general son más del 37%. Es decir, vivir en una ciudad pequeña implica menos probabilidades de ser víctima de un delito. De todos modos, igualmente es una proporción alta para ciudades pequeñas y sobre todo, tienen un alto impacto local por los mayores niveles de interconocimiento que hay en ellas. Máximo Sozzo realiza un análisis comparativo de las últimas décadas en las distintas provincias. Señala que durante los ’80 el delito común registrado en las estadísticas policiales en la Argentina creció extraordinariamente. A esto se le suma luego el gran aumento en la década siguiente. Ahora bien, cuando analiza el nuevo milenio hasta el 2008, Sozzo plantea una ambivalencia de las tendencias, si bien no hay una única evolución ni un patrón uniforme, pero concluye que el cuadro durante la última década tiene rasgos más positivos que los de la década de 1990, ya que la tendencia al crecimiento muy significativo del delito común registrado oficialmente en esa década y en la precedente se mantuvo en una menor cantidad de jurisdicciones y, sobre todo, porque han disminuido los homicidios. De todos modos, al igual que para el caso del área metropolitana, la encuesta de victimización señalada consigna un incremento del delito entre 2008 y 2013 también en las provincias.

Las explicaciones en la etapa neoliberal

Los estudios econométricos han demostrado para el caso argentino la correlación entre aumento de la desigualdad y del delito, un cierto peso del desempleo en los grandes centros urbanos y de otros factores que de un modo u otro pueden aumentar la desigualdad. Por el contrario, el peso de la duración de las penas, la llamada “mano dura”, no tendría ningún efecto en la disminución del delito, pero sí una mayor eficacia policial, medida en la mayor probabilidad de ser aprehendido. También la sociología y la antropología se abocaron a describir y explicar el aumento del delito. Los estudios en los principales centros urbanos del país llamaron la atención sobre el protagonismo juvenil en acciones poco organizadas desde fines de los años noventa. A diferencia de otros países de la región donde hay una referencia central a grupos de alta cohesión y enclave territorial como bandas, “movimientos”, pandillas o “maras”, hay consenso en la Argentina en que, por lo general, se trata de delitos realizados por grupos poco estructurados, más vinculados a la obtención puntual de recursos que con alguna forma de crimen organizado. Las investigaciones graficaron el desdibujamiento de fronteras entre trabajo, escuela y delito. Muchas veces, los jóvenes no consideraban que cometer un delito fuera una entrada definitiva en un supuesto “mundo del delito”, sino que en una “movilidad lateral” alternaban entre acciones legales e ilegales; tampoco veían contradicción alguna entre la permanencia escolar y los ilegalismos. Ciertos trabajos, como los de D. Miguez, hallaron resabios de un plebeyismo igualitarista que se rebelaba frente a la situación de privación relativa o que, como muestra S. Tonkonoff, intentaba conseguir para sí los bienes valuados socialmente por los jóvenes de estratos más acomodados.

Los estudios de otras zonas del país, en particular en Rosario, Córdoba y Mendoza, concuerdan en parte con los rasgos señalados así como también aportan otros propios de cada lugar. En nuestras propias investigaciones en el área metropolitana dábamos cuenta de una segunda generación de inestables en el mundo del trabajo, dado que sus padres por lo general ya lo eran; los jóvenes entrevistados veían frente a ellos un horizonte de precariedad duradera. Les era imposible vislumbrar algún atisbo de “carrera laboral” y esto en el presente llevaba a que el trabajo se transformara en un recurso de obtención de ingresos más entre otros: el pedido en la vía pública, el “apriete” (pedir dinero en forma amenazante), el “peaje” (obstruir el paso de una calle del barrio y exigir dinero a los transeúntes) y el robo, pudiendo recurrir a unos o a otros según la oportunidad y el momento.

Algunos alternaban entre puestos precarios y, cuando escaseaban, perpetraban acciones ilegales para más tarde volver a trabajar. Otros mantenían una tarea principal –en algunos casos el robo, en otros el trabajo– y realizaban la actividad complementaria para completar sus ingresos. Uno de sus corolarios es que, a diferencia de lo que han supuesto muchas teorías, el delito en la juventud no era un predictor de una carrera delincuente adulta: la idea de “carrera delictiva” como un compromiso creciente con el delito se ponía en discusión. Más bien se observaba una perdurabilidad de estas movilidades laterales con una tendencia a desistir del delito a medida que se ingresaba en la adultez.

Visto en perspectiva, hoy nos parece que fue importante un cambio que se produce entre comienzos y mediados de la década de los noventa, que coincidió con el pasaje de muchos de nuestros entrevistados de la niñez a la adolescencia. En ese lapso, a la generación de sus padres se le dificultó obtener ingresos; el desempleo y la inestabilidad laboral aumentaron y ellos, entrando en la adolescencia, quedaron relegados en la distribución de fondos dentro de las familias. Así las cosas, comenzaron a tener demandas de consumo adolescente pero sin posibilidades de satisfacerlas. Sin dinero y con escasas posibilidades de encontrar trabajo, los grupos de pares y las experiencias de delito tuvieron mayor eco. Es decir, hubo muchos jóvenes en la misma situación en los mismos territorios, por lo cual pareciera haberse producido un efecto muy importante del grupo de pares, más del que entonces supusimos. La pregunta que queda de estos trabajos es cuánto de estos factores, que han operado en la etapa neoliberal, se continúa en el presente.

¿Disminuye la desigualdad pero no el delito?

Hemos ya señalado que la retracción de la desigualdad y del desempleo no necesariamente ha implicado una disminución del delito y este es un tema de preocupación académica y política en toda América latina. Sobre esto podemos sólo establecer algunas ideas e hipótesis. En primer lugar, es preciso clarificar los vínculos causales (más allá de las correlaciones estadísticas) entre ambos problemas. En segundo lugar, es posible que algunas de las consecuencias mismas de la disminución de la desigualdad estén gravitando en el mantenimiento o aun incremento de ciertos delitos.

En cuanto a lo primero, es necesario considerar cómo son los vínculos entre los procesos: posiblemente dos hechos estén unidos causalmente en su etapa de expansión, pero aun si la variable independiente –en este caso la desigualdad– empieza a ceder, la variable dependiente –el delito– puede haber cobrado autonomía en tanto hecho social y, por ende, no responder ya al decurso descendente de la variable independiente que explicaba su ciclo expansivo. En este mismo sentido, puede haber tanto una cierta autonomía de fenómenos sociales producidos años atrás; nos referimos a dinámicas y mercados de delito que podrían surgir y perdurar. En rigor, esta hipótesis tiene un problema: si se tratara de un contingente estable de grupos que comenzaron a dedicarse al delito en los ’90 y siguieron hasta el presente, podría validarse. Sin embargo, los recambios generacionales han sido muy rápidos, una gran mayoría de los que cometen delitos juveniles abandonan al comienzo de la adultez y se produce una mayor comisión de hechos por nuevas cohortes que eran niños en los ’90. Por lo cual, la hipótesis de una generación que ha comenzado a fines de los ’90 y continúa hoy no parece muy plausible.

Creemos que el vínculo temporal es más complejo: si bien no nos inclinamos por la idea de una continuidad de la misma generación, casi dos décadas de delito alto habían dejado su marca. En nuestro trabajo en un barrio altamente estigmatizado desde el 2006 en adelante, todos nuestros entrevistados conocían mucha gente que había cometido delitos, que estaba preso, que había muerto, “refugiado” en otro lugar o que se había “rescatado”, esto es, abandonado el delito. Una de sus consecuencias es que el delito se inscribía dentro del campo de experiencias posibles y, aun cuando se optaba por no incurrir en él, solía ser considerado por muchos como una opción posible para enfrentar una coyuntura determinada. Lo segundo, son mercados de delito que, una vez establecidos, conocen recambios entre sus actores, por ejemplo, uno muy estudiado es el robo de autos con sus circuitos de desguace, autos mellizos para exportar ilegalmente, etc. Más allá de que sean otras cohortes las que realizan los robos de autos, los circuitos, los desarmaderos y las bocas de venta están establecidos en forma perdurable como actividad económica.

Sabemos más de las correlaciones entre desigualdad y delito pero poco de la perdurabilidad de los efectos de la primera en las generaciones; es decir, cuál ha sido el impacto de esas condiciones deficitarias en años iniciales y si han operado posteriormente, más allá de que las condiciones sociales hayan cambiado. También debería relativizarse la idea de una reducción homogénea de la desigualdad. Las mediciones con las que contamos no alcanzan a la pequeña escala necesaria para dar cuenta de la concentración de la desigualdad en ciertos barrios, sumada a los efectos de estigmatización y concentración de desventajas. En una investigación en un contexto con alta estigmatización después del 2006 que ya nombramos, encontrábamos que la situación de reactivación económica y mejoramiento de la situación social ocultaba una serie de paradojas y tendencias contrapuestas.

Una primera paradoja surgía con respecto al trabajo: había más oportunidades, en general, pero pocas para los jóvenes menos calificados o que residen en lugares estigmatizados. En el mismo barrio se vivía una gran reactivación y la llamada “democratización del consumo” implicaba un mayor acceso de los sectores populares a bienes antes reservados a los sectores más altos, como los celulares o computadoras. Cobraban así más importancia que en la etapa anterior estrategias de distinción y valoración ligadas a ciertos bienes. Un tema central en este barrio y en otros que investigamos era la relación con la policía. En tal sentido, encontramos una nueva generación socializada en un constante “parar e investigar”, debido a la mayor presencia de la policía en tareas de vigilancia, producto de la presión social por la inseguridad. Esto resultaba tanto o más insoportable que lo observado en la etapa pasada, porque muchos jóvenes habían internalizado un discurso sobre los derechos y contra la discriminación, que el accionar policial contradecía cotidianamente.

A su vez, había un creciente orgullo identitario por ser parte del barrio: en la última década el conurbano se ha transformado en un poderoso productor de contenidos culturales de todo tipo, música, cine, literatura, estética, lo cual se advierte en las crecientes marcas identitarias locales en los jóvenes de la periferia. En relación con el delito, si durante el período anterior supusimos un mayor peso de acciones con fines instrumentales, conseguir dinero o bienes, nos preguntamos si no está comenzando a cobrar importancia un delito también vinculado a razones más expresivas, como parte de reforzamiento de identidades e identificaciones con grupos locales de pertenencia.

Es preciso considerar también otro aspecto en que la reactivación económica posiblemente esté operando en el mantenimiento de tasas altas de delito. Un caso notorio a nivel mundial es el aumento de los hurtos en casi todos los países desarrollados como consecuencia de la afluencia de netbooks, iphones, ipads, tablets y otros implementos tecnológico de cierto valor y poco peso y volumen. En el caso argentino y en particular de la CABA, consideramos que en los últimos años el crecimiento económico propició la mayor circulación de bienes tecnológicos, el parque automotor sigue creciendo sin cesar y el turismo conoció un crecimiento exponencial.

En resumen

Está planteada la necesidad de indagar aún más en la relación entre delito y desigualdad para comprender la permanencia de altas tasas a pesar de la disminución de la inequidad de ingresos. Se trata por ahora de hipótesis sobre el vínculo entre ambos procesos, proponiendo, por un lado, la revisión de los lazos causales entre ambos hechos y la persistencia de los efectos de la desigualdad en el tiempo. Por otro lado, postulamos que nuestros indicadores de desigualdad no llegan a captar las escalas más pequeñas, como ciertos territorios o barrios, donde no se ha modificado radicalmente la situación respecto de las décadas pasadas. Pero también, el propio crecimiento y la reactivación influyen: disminuye la privación absoluta pero puede incidir sobre un incremento de la privación relativa, en cuanto hay más promesas y deseos de consumo y más circulación de bienes.

Este mismo mercado expandido genera demandas que pueden indirectamente incidir sobre determinados delitos a su vez que implica un nivel de circulación de bienes y personas multiplicando los blancos de delito. Por su parte, la relación con la policía es crecientemente conflictiva sobre todo con los jóvenes de barrios populares. Estas hipótesis por ahora precisan verificación, porque sin duda, comprender los vínculos entre ambos hechos es uno de los mayores desafíos académicos y políticos de las ciencias sociales latinoamericanas de hoy.

Autorxs


Gabriel Kessler:

Doctor en Sociología EHESS Paris. Investigador del CONICET. Profesor Universidad Nacional de La Plata.