2001-2010: Una década extraordinaria de la economía argentina

2001-2010: Una década extraordinaria de la economía argentina

El fracaso del neoliberalismo y las respuestas a la crisis. Lecciones de un período que demuestra que debemos estar en comando de nuestro propio destino. El protagonismo del Estado y la necesidad de vivir con lo nuestro.

| Por Aldo Ferrer* |

La última década del Segundo Centenario y primera del sigo XXI condensa, en un decenio, la trayectoria argentina de doscientos años e inaugura la nueva centuria con el mensaje de las enseñanzas del pasado. No nos privó de nada, incluso la repetición de la violencia y la muerte al final del gobierno de la Alianza y, durante la transición política, en la masacre de Avellaneda.

La década se inició con la peor crisis de la historia económica argentina, continuó con el sexenio de más rápido crecimiento desde que existen registros del PBI y culmina en un escenario de interrogantes, de cuya resolución depende que volvamos a las frustraciones del pasado o iniciemos, de una buena vez, un proceso de desarrollo sustentable y equitativo de largo plazo.

El período incluye, en su segunda mitad, las consecuencias de la también extraordinaria crisis del orden económico mundial, la más severa desde la debacle de los años treinta. Pero, sobre todo, registra la evolución de los acontecimientos de fronteras para adentro y nuestras respuestas a los cambios de circunstancias y a los problemas planteados.

1. Los tres tramos

El descalabro. La década comenzó con la debacle del 2001/02, el epílogo del prolongado período de la hegemonía neoliberal, inaugurado con el golpe de Estado de 1976. Era previsible y fue anticipado por varios observadores, entre los cuales me incluyo, que la estrategia de apertura incondicional, subordinación de las políticas públicas a los intereses particulares, desregulación financiera y privatización indiscriminada, en un contexto de fuerte apreciación del peso, culminaría en un desastre. Tuvo así lugar la extranjerización de la propiedad de sectores fundamentales de la infraestructura y las mayores empresas del país y un endeudamiento externo insostenible, que desembocó en el default.

Como lo señaló el grupo Fénix en su encuentro de septiembre del 2001, la seguridad jurídica y el respeto de los contratos eran insostenibles bajo un régimen fundado en el endeudamiento y la renuncia a la gobernabilidad macroeconómica. Las consecuencias sociales fueron abrumadoras con el aumento vertiginoso del desempleo, la pobreza y la indigencia, la fractura del mercado de trabajo y, consecuentemente, la aparición de problemas de inseguridad desconocidos hasta entonces. El desorden fue gigantesco, con 17 monedas circulando en lugar de la moneda nacional, el trueque como alternativa en una economía sin mercado, los bancos inoperantes por el corralito y el corralón, el tipo de cambio disparado en un sistema al borde de la hiperinflación.

A comienzos del 2002 las propuestas para el futuro de la economía argentina, fundadas en los mismos principios que culminaron en la debacle, incluían la licuación de los activos monetarios en pesos, la dolarización, el establecimiento de la banca off shore, la renuncia definitiva a conducir la política económica y descansar en el salvataje internacional bajo la conducción del FMI. Triste final al cual la subordinación a la especulación financiera y la renuncia a la soberanía condujeron a la democracia recuperada, después de tanto dolor y tanta sangre, en 1983.

La expansión. Allí comenzó el segundo tramo de la década, cuya evolución estuvo en las antípodas de la visión y las propuestas neoliberales. Ese notable período de setenta meses, entre los segundos semestres del 2002 y 2008, registró tasas de crecimiento superiores al 8 por ciento anual, el repunte de las tasas de ahorro e inversión a los máximos históricos de cerca del 30% y 24%, respectivamente, la acumulación de reservas internacionales fundada en el superávit del balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos, la reducción a la mitad de la tasa de desempleo y un alivio a la pobreza acumulada durante el cuarto de siglo de la hegemonía neoliberal.

El crecimiento obedeció a dos causas principales:

• Al cambio de circunstancias impuesto por la misma crisis. Esto incluye la pesificación de los activos y pasivos denominados en moneda extranjera y la consecuente recuperación de la autoridad monetaria del Banco Central, el superávit en los pagos internacionales debido a la caída de las importaciones y los buenos precios internacionales de los commodities, el ajuste cambiario que abrió espacios de rentabilidad clausurados durante el prolongado período de apreciación del tipo de cambio y la aparición del superávit primario en las finanzas públicas, por el repunte de la economía y la suspensión temporaria de los servicios de la deuda en default.

• Al cambio de rumbo de la política económica. Esta abandonó la búsqueda de soluciones a través de la asistencia internacional y se dedicó a consolidar el control de los principales instrumentos de la política macroeconómica: el presupuesto, la moneda, los pagos internacionales y el tipo de cambio. La fortaleza emergente de la situación macroeconómica permitió formular una propuesta propia para resolver el problema de la deuda en default, que culminó exitosamente y, poco después, en enero de 2006, cancelar la pendiente con el FMI.

La convergencia de las nuevas circunstancias y del rumbo de la política económica provocó en poco tiempo un cambio radical del escenario macroeconómico y permitió recuperar la seguridad jurídica demolida por la estrategia neoliberal. La respuesta de la oferta al repunte de la inversión y del consumo y al fortalecimiento de la competitividad de bienes transables fue inmediata, permitiendo, en el tramo considerado, un aumento acumulado del PBI del 60%. La inflación se mantuvo en niveles manejables pero por encima del límite aconsejable del 10 por ciento.

La incertidumbre. Hacia finales de la década, en el transcurso del 2008 y de allí hasta la actualidad, comenzaron a acumularse problemas que interrumpieron la expansión del segundo tramo del decenio. En el frente macroeconómico, los incentivos iniciales del ajuste de la paridad y del sustantivo superávit primario en el presupuesto comenzaron a debilitarse. El Banco Central mantuvo y mantiene una sólida posición de reservas internacionales, la capacidad de regular la situación monetaria y administrar el tipo de cambio. Pero el incentivo que otorga a la toma de decisiones de inversión, un tipo de cambio desarrollista (TCED) previsible, fue debilitándose paulatinamente. A su vez, el aumento del gasto público excedió el del crecimiento de los ingresos tributarios, con la consecuente reducción del superávit primario y el debilitamiento de la imagen de fortaleza de la situación fiscal. En sentido contrario, la nacionalización del régimen de previsión social permitió recuperar el control público de la sustantiva porción del ahorro interno que circula por el sistema jubilatorio. Esto fortaleció las finanzas públicas y, simultáneamente, plantea nuevos desafíos. La política económica debe asegurar la inversión rentable de esos recursos en la ampliación de la capacidad productiva, para afirmar la capacidad del sistema de satisfacer sus futuros compromisos.

Simultáneamente con estos cambios de la macro, y en parte vinculados con los mismos, se acumularon problemas de origen externo e interno. Entre los primeros, la monumental crisis financiera internacional inaugurada con la crisis de las hipotecas subprime del mercado norteamericano, propagada a la economía real a través de la contracción del gasto y el empleo en las mayores economías del mundo, con su consecuente impacto sobre el comercio internacional y los movimientos de capitales. El contagio externo de la crisis mundial sobre nuestro país se produjo por la baja de los precios internacionales de los commodities exportados y las expectativas negativas de la sociedad y los operadores económicos. Un hecho notable es que el contagio vía el sistema financiero fue insignificante. Desde el estallido de la crisis, la Argentina se financia con recursos propios y no descansa en el crédito internacional; por lo tanto, la reducción del fondeo externo a los países emergentes no la afecta. Al mismo tiempo, el sistema bancario (en una economía de bajo nivel de crédito y de deuda) se mantiene sólido, líquido, solvente y sin descalce de monedas en sus operaciones activas y pasivas.

El cambio de tendencia en el tercer tramo de la década no se explica principalmente por los factores externos. La causa está, en primer lugar, en los acontecimientos internos. Por un lado, el debilitamiento de la macro ya señalado. Por el otro, problemas esencialmente políticos como el prolongado conflicto del campo con el gobierno. La sequía, un factor de carácter accidental, agravó el cuadro de situación. A su vez, la polémica sobre el Indec y la credibilidad de las estadísticas enturbió el análisis de los problemas y el debate político. En este escenario, el tratamiento de cuestiones trascendentes, como, por ejemplo, la reforma del régimen previsional, los medios audiovisuales y la política energética, adquiere un alto grado de virulencia que no contribuye a la solución adecuada de los problemas.

La acumulación de acontecimientos negativos provocó la fuga de capitales. Reaparecieron reacciones preventivas, de la sociedad y de los operadores económicos, frente a situaciones inciertas e imprevisibles. En los últimos 24 meses, salieron alrededor de U$S 40 mil millones, equivalentes al 20% del ahorro interno y la totalidad del superávit comercial. La baja de la inversión y el consumo, sumada al debilitamiento de las exportaciones por la crisis y la sequía, provocó la reducción del PBI y del empleo. Sin embargo, la economía continúa generando superávit en los pagos internacionales, no aumento de deuda. Las finanzas públicas están menos sólidas pero siguen bajo control. Y la actividad privada y pública se financia con ahorro interno. En el tercer trimestre de 2009 comienzan a advertirse signos de reactivación de la actividad económica y cambio de tendencia en el movimiento de capitales.

En este escenario, vuelve a surgir la estrategia neoliberal con planteos como acordar con el FMI como requisito para “volver a los mercados”, unificar sin retenciones el tipo de cambio y dejarlo flotar hacia su libre paridad de equilibrio, reducir el protagonismo de las políticas públicas y dejar libradas las relaciones económicas externas al libre juego de las fuerzas del mercado. Hemos vuelto a la alternativa frente a la cual estábamos en el momento de elegir el rumbo para salir de la crisis del 2001/02: restablecer la estrategia neoliberal o actualizar y fortalecer la política de signo nacional que permitió en el segundo tramo de la década la notable recuperación de la economía argentina y un posicionamiento no subordinado en el escenario internacional. En el medio está la posibilidad de una estrategia indecisa que prolongaría las incertidumbres actuales y debilitaría el crecimiento del país.

2. Las enseñanzas

La década inaugura la nueva centuria con ricas enseñanzas. La primera de las lecciones confirma lo que ya sabíamos desde el retorno a la democracia en 1983: por graves que sean los problemas y los conflictos sólo podemos tramitarlos en el marco de la Constitución. En el transcurso del decenio la democracia argentina resistió la renuncia de un presidente, una compleja transición política, la mayor crisis económica de nuestra historia, el contagio del descalabro del sistema financiero internacional, el enfrentamiento del ruralismo con el gobierno, el cuestionamiento de las estadísticas oficiales, la reforma de los regímenes previsional y de los medios audiovisuales. Con mucho menos que esto durante la mayor parte del siglo pasado se desplomaron varias veces las instituciones de la República. Ahora no. El régimen resiste y todos los problemas deben abordarse dentro de las reglas de la Constitución. La década ratifica un avance extraordinario: ningún proyecto de país es posible al margen de la ley.

Demuestra la posibilidad actual de la democracia de procesar los conflictos sin caos económico. En el pasado, las tensiones en el momento de la transición de la presidencia de Raúl Alfonsín a la de Carlos Menem culminaron en un gran desorden y la hiperinflación. Lo mismo sucedió, y mucho peor, al final del gobierno de la Alianza, con el estallido de la extraordinaria crisis del 2001/02. Aun bajo gobiernos democráticos las tensiones extremas culminaban en el caos económico y en un replanteo radical de las reglas del juego. Pero en la actualidad, todas las dificultades de origen interno y externo y la virulencia del debate no provocaron, por lo menos hasta ahora, el desorden del sistema. El gobierno permanece en el comando de los ejes fundamentales de la macroeconomía (presupuesto, moneda y balance de pagos).

Estas son las enseñanzas generales de la década. A su vez, cada uno de sus tramos ofrece valiosas lecciones.

Fracaso del neoliberalismo. La crisis del 2001/02 demostró la inviabilidad de la estrategia neoliberal que predominó desde el programa del 2 de abril de 1976 hasta la debacle, es decir, un cuarto de siglo, el peor de la historia económica argentina. Sus principios de la magia del mercado y la perversidad inherente del Estado no se compadecen con el funcionamiento ordenado de las economías nacionales y del sistema mundial, ni con el desarrollo de los países emergentes. El colapso de ese modelo en la Argentina se anticipó al ocurrido en el orden global. El supuesto neoliberal de que el Estado es impotente para administrar las fuerzas del mercado y la globalización se derrumbó frente a la evidencia de que las políticas públicas son el instrumento de última instancia para la estabilidad del sistema. El primer tramo de la década y las consecuencias de la crisis mundial demuestran que la Argentina se construye desde adentro hacia fuera, no a la inversa, y que el Estado es un protagonista esencial del desarrollo económico y social. Si aprendemos la lección, el neoliberalismo no vuelve más.

Potencial de recursos. El segundo tramo proporciona otra evidencia importante: la capacidad del país de recuperarse y crecer con sus propios medios, sin pedirle nada a nadie y cancelando deuda. La Argentina cuenta con una gran variedad de recursos en un extenso territorio nacional (el octavo más grande del mundo) y una población de respetable nivel cultural y aptitud de gestionar el conocimiento. Cuenta con una elevada capacidad de ahorro, cercana al 30% del PBI, equivalente a más de U$S 100 mil millones anuales. La forma en que se resolvió la crisis del 2001/02, el notable crecimiento del segundo tramo y la capacidad demostrada de gobernar la economía, revelan que es preciso vivir con lo nuestro, abiertos e integrados al mundo, en el comando de nuestro propio destino. Constituyen otra lección que desautoriza la hipótesis neoliberal de la insuficiencia de recursos propios y la incapacidad del país de crecer sin la inyección de recursos desde el exterior.

Dilemas históricos. La interrupción del crecimiento del segundo tramo y la situación actual, en el tercero, también arrojan enseñanzas importantes. Frente a la crisis mundial, la fortaleza de la economía argentina para resistir el impacto. Pero, al mismo tiempo, el debate sobre los problemas del país demuestra que siguen abiertos dilemas históricos no resueltos. ¿Cuál es la estructura productiva compatible con el despliegue del potencial de recursos? ¿Cuál es el estilo de inserción del país en el orden mundial? El debate en curso sobre el conflicto del campo, las relaciones con el FMI y el papel del Estado proporcionan evidencias elocuentes en la materia.

Vuelve a surgir la evidencia de que la Argentina no logró establecer el consenso para formar una estructura productiva integrada y abierta, tal cual lo hicieron, desde el despegue de su desarrollo, países con gran dotación de tierras fértiles, como Estados Unidos, Canadá y Australia, en los cuales desde sus orígenes el acceso a la propiedad de la tierra fue mucho más amplio que en nuestro país. Esta indefinición sobre la estructura productiva viable en la Argentina contribuyó a la prolongada inestabilidad política del país, a los cambios radicales de estrategia económica y a la repetición de graves desórdenes macroeconómicos, dos de cuyas principales manifestaciones fueron la inflación y el endeudamiento externo excesivo.

El cambio de paradigma de política económica imprimió un nuevo protagonismo al Estado, que incluye la administración de los precios relativos vía retenciones, subsidios y otros medios. El énfasis de los pronunciamientos del gobierno en favor de la economía real y la producción inclinó la balanza hacia la formación de una estructura integrada y abierta. Sin embargo, los contenidos de tal estrategia no fueron suficientemente aclarados. El resultado fue el debilitamiento de los factores determinantes de la recuperación, un debate económico que reedita el viejo dilema histórico aún no resuelto y alineamientos políticos que no terminan de configurar la coalición mayoritaria indispensable para sustentar la formación de una estructura productiva integrada y abierta, la única capaz de erradicar la pobreza y promover desarrollo y equidad.

3. Los modelos y la política económica

La década volvió a registrar el comportamiento pendular de la política económica entre el modelo neoliberal y el proyecto de conformar una estructura económica avanzada. Como en el pasado, su desplazamiento, en uno u otro sentido, reflejó el hecho de que ninguno de los modelos alternativos llegó a conformar desde la crisis de 1930 hasta la actualidad las condiciones políticas necesarias para sustentar su permanencia a largo plazo.

La existencia de un modelo hegemónico de desarrollo económico es esencial para la estabilidad del sistema. Entre la Organización Nacional y la caída de Hipólito Yrigoyen existió un modelo agroexportador, no cuestionado por el resto de la sociedad, fundado en los intereses de los dueños de la tierra y la relación privilegiada con la potencia central de la época, Gran Bretaña. El sistema político transitó sin interrupciones desde la presidencia de Bartolomé Mitre hasta 1930 bajo el régimen constitucional, incluyendo la reforma electoral de 1912. La viabilidad histórica del sistema agroexportador concluyó con la debacle económica mundial de los años treinta. Desde entonces hasta la actualidad no se consolidó un modelo alternativo fundado en la estructura productiva integrada y abierta.

Bajo los gobiernos del fraude en la década de los ’30 y principios de los ’40, la dictadura de 1976-83 y en la década de los ’90 se configuraron las condiciones políticas que sustentaron diversas variantes del modelo agroexportador, preindustrial y, en sus dos últimos períodos, de predominio de la especulación financiera. En sus versiones posteriores a 1976, la virulencia del modelo fue tal que interrumpió los procesos previos de acumulación a través del desmantelamiento industrial y del sistema nacional de ciencia y tecnología. La extranjerización indiscriminada de los sectores fundamentales y el endeudamiento sin límite demolieron el poder de decisión nacional y redujeron al país a la posición de suplicante de la ayuda externa.

El “granero del mundo”. En torno a las retenciones y otros diferendos entre el gobierno y la Mesa de Enlace, se volvió a plantear que la cadena agroindustrial alcanza para generar empleo y bienestar para toda la población: el proyecto de Argentina “granero del mundo”. El sector es fundamental pero emplea sólo 1/3 de la fuerza de trabajo. Y un sistema productivo especializado en la explotación de los recursos naturales es incapaz de incorporar plenamente las transformaciones impulsadas por la ciencia y la tecnología. Con el campo no alcanza para conformar una economía próspera de pleno empleo y bienestar.

Este proyecto concibe a la economía argentina como un segmento del mercado mundial y no un sistema nacional de relaciones económicas y sociales vinculado al orden global pero organizado conforme a sus propios objetivos. Implica una inserción del país en la división internacional del trabajo en cuanto abastecedor de alimentos y productos primarios. La evidencia histórica y la actual, la nuestra y la ajena, revela que ese modelo es incompatible con la gestión del conocimiento y el desarrollo económico. Conduce al desequilibrio de los pagos internacionales y a la necesidad del financiamiento externo como fuente principal de la acumulación. Así, los criterios de los mercados se instalan nuevamente como ejes organizadores de la política económica. En el debate actual está presente la propuesta de país “granero del mundo” y la urgencia de “volver” al FMI y a los mercados financieros. En el mismo escenario, el Estado debe limitarse a mantener el orden público, no interferir en los mercados y, en el mejor de los casos, paliar a través de la asistencia social la pobreza extrema. Aunque la evidencia histórica es concluyente sobre las consecuencias de esta estrategia, visiones tradicionales, arraigadas en prejuicios y/o intereses, continúan insistiendo en que es el único camino realista y viable de desarrollo del país y su inserción en el mundo.

El modelo neoliberal, en términos estrictamente económicos, es inviable como cauce de puesta en marcha de los procesos de acumulación inherentes al desarrollo, la creación de capacidad de gestión del conocimiento, la inserción viable del país en el orden mundial y los equilibrios macroeconómicos. Tampoco es, en la actualidad, políticamente viable, al menos en los mismos términos en los que tuvo lugar en el pasado. Es inconcebible la repetición del fraude o la instalación de un gobierno de facto como bases de sustentación del modelo. La única alternativa posible, a esta altura poco probable, sería la repetición de la extraordinaria coalición política menemista: una alianza entre un gran partido popular con los intereses neoliberales. El neoliberalismo podría imponerse en condiciones de incertidumbre política, como con la Alianza, pero nunca sostenerse sobre bases estables en el largo plazo. Puede provocar efímeros “golpes de Estado económicos”, pero no asumir el comando de la política económica. Las mismas consecuencias de su estrategia impiden su sustentabilidad política.

Sin embargo, vuelve a replantearse la viabilidad del sistema agroexportador, como si la capacidad de gran parte del sector agropecuario de asimilar las tecnologías de frontera y lograr un aumento notable de los rendimientos y la producción permitiera volver a las condiciones vigentes antes de la crisis de 1930. Contribuye, también, la expansión de la demanda de alimentos y materias primas generada en el acelerado crecimiento de China y otras economías de la Cuenca Asia-Pacífico. Aun así, con el campo no alcanza.

La estructura integrada y abierta. La única estrategia consistente con la gestión del conocimiento y una relación simétrica no subordinada con el orden mundial es la formación de una estructura productiva integrada y abierta, fundada en el agregado de valor a los recursos naturales y en un sistema industrial diversificado y complejo que incorpora las actividades de frontera tecnológica, incluyendo la producción de bienes de capital. Solo sobre esas bases es posible la puesta en marcha de procesos de largo plazo de acumulación de tecnología, capital, capacidad de administración de recursos y despliegue del potencial disponible, a niveles crecientes de empleo y productividad.

Tal estructura se vincula con la división internacional del trabajo en un régimen de especialización intraindustrial, a nivel de productos y no de ramas. El principal indicador revelador del nivel de una estructura productiva es el contenido tecnológico de sus exportaciones e importaciones. Como sucede en todas las economías desarrolladas y las emergentes más exitosas, ese balance es superavitario en el intercambio con las economías periféricas especializadas en las exportaciones primarias y equilibrado en el comercio con otras economías avanzadas. Cuando se verifican tales condiciones, los países tienen sólidos equilibrios macroeconómicos, solvencia, posiciones superavitarias o niveles manejables de deuda y, en consecuencia, el comando de su propia política económica. Este modelo es intrínsicamente sustentable en el largo plazo porque genera desarrollo económico y empleo, moviliza la participación de todos o la mayor parte de los actores sociales y distribuye sus frutos con suficiente amplitud. Por las mismas razones, el modelo es intrínsicamente viable también en el plano político porque, en principio, debería contar con el concurso de las mayorías.

En estas materias, la experiencia internacional es concluyente. Sólo han alcanzado altos niveles de desarrollo los países con estructuras integradas y abiertas. La estrategia actual de los países emergentes de mayor tasa de crecimiento consiste en gestionar el conocimiento y poner en marcha el proceso de acumulación por tres vías principales: incorporar las actividades de frontera tecnológica, capacitar los recursos humanos y establecer una relación profunda entre los sistemas nacionales de ciencia y tecnología y la producción de bienes y servicios. En todos los países desarrollados y emergentes predomina un bloque hegemónico de intereses asociado a la estructura productiva diversificada y compleja. En ninguno predominan los actores vinculados a la explotación de los recursos naturales y las estructuras preindustriales. En tales condiciones, los sistemas políticos son lo suficientemente estables para sostener, a largo plazo, las políticas de transformación.

El péndulo entre los modelos. En el caso argentino nunca se logró formar una coalición predominante de intereses y grupos sociales asociados a la transición desde el modelo agroexportador a la economía integrada y abierta. Tampoco se formaron coaliciones políticas mayoritarias y estables que sustentaran la transformación o, al menos, alternativas de poder no incompatibles con tales fines. El peronismo histórico, el radicalismo desarrollista y los gobiernos de Arturo Illia y Raúl Alfonsín fueron portadores, de diversas maneras, de intenciones nacionales de desarrollo. Incluso, bajo un gobierno de facto, entre la segunda mitad de 1970 y principios del ’71, se formuló e instrumentó una estrategia de argentinización y desarrollo integrado de la economía nacional. Ninguna de esas experiencias logró consolidarse y formar un conjunto hegemónico de visiones e intereses vinculado con la formación de una economía avanzada. En ausencia de las bases de sustentación política necesarias, esas experiencias concluyeron en medidas híbridas o, lisa y llanamente, como en 1976 y 1989, en el implante de la estrategia neoliberal. La especulación financiera adquirió un protagonismo decisivo como consecuencia de la globalización financiera y la vulnerabilidad de la densidad nacional.

Para terminar definitivamente con el péndulo, es necesaria la inclusión del campo en el proceso de transformación. Como sucedió en otros grandes productores agropecuarios que son, al mismo tiempo, economías industriales avanzadas (Estados Unidos, Canadá y Australia), es preciso insertar los intereses rurales en la nueva estructura, asumiendo un rol de creadores de riqueza no hegemónico, pero protagonistas dentro de un sistema productivo integrado y complejo. El insuficiente y frustrado desarrollo industrial del país y la no formación de una coalición hegemónica de actores sociales e intereses asociados a la nueva estructura mantuvieron a buena parte de la dirigencia ruralista replegada en la pretensión de su antigua posición dominante y de su protagonismo en un país “granero del mundo”. De este modo, gran parte del sector apoyó y apoya la estrategia neoliberal, aun cuando la centralidad de la especulación financiera dentro de la misma, como sucedió en el régimen de facto 1976-83 y en la década del ’90, también castigue a los creadores de riqueza de la cadena agroindustrial.

4. El mensaje

Este extraordinario decenio contiene un mensaje para el futuro del país: recordar que es impostergable dar una respuesta definitiva al problema de la estructura productiva consistente con la gestión del conocimiento y la puesta en marcha del proceso de acumulación en sentido amplio. Para desplegar el potencial del país y establecer una relación simétrica no subordinada en el orden mundial, es preciso, de una buena vez, conformar una estructura productiva integrada y abierta. Esa estructura genera empleo y bienestar, incorpora al conjunto de la sociedad a la creación del desarrollo y la distribución de sus frutos y, por lo tanto, consolida la democracia y la estabilidad de las instituciones. Existe un círculo virtuoso del desarrollo y la democracia en el cual se potencian recíprocamente. El desarrollo, elevando el nivel de vida y generando respaldo a las instituciones. La democracia, sustentando la viabilidad política de la economía integrada y abierta y la equidad.

La densidad nacional. ¿Cómo lograrlo? Fortaleciendo todos los componentes de la densidad nacional: la cohesión social, la calidad de los liderazgos, las instituciones y el pensamiento crítico. En primer lugar, la equidad, a través de la protección de los sectores vulnerables, la educación, la salud, la vivienda, el espacio público, la cultura y, como condición necesaria, el empleo. Los liderazgos que acumulan poder generando empleo y riqueza y no como comisionistas de intereses transnacionales son agentes esenciales del desarrollo. Es preciso fortalecer a los empresarios locales y a los creadores de valores culturales que enriquecen nuestro acervo artístico, científico y tecnológico. Las instituciones deben consolidarse con la división de poderes y la transparencia de la gestión de los órganos del Estado. Es necesario que la competencia electoral sea el espacio para debatir los problemas, generar consensos y afianzar la confianza en nuestra capacidad de resolver los conflictos inherentes a toda sociedad pluralista y abierta. El predominio del pensamiento crítico, fundado en nuestra propia visión de los problemas y oportunidades, es esencial para trazar la estrategia de formación de una estructura integrada y abierta y responder con eficacia a los desafíos y oportunidades de la globalización. La densidad nacional es esencial para el desarrollo porque los países se construyen desde adentro hacia afuera y no a la inversa. Cada país tiene la globalización que se merece en virtud de la fortaleza de su densidad nacional.

La política económica. ¿Cuáles son las prioridades de la política económica al final de esta extraordinaria década final del Segundo Centenario y primera del siglo XXI, en una Argentina que está aprendiendo a vivir con estabilidad institucional, cuya economía ha demostrado capacidad de resistir adversidades y en la cual está pendiente la transición desde el subdesarrollo a la formación de una estructura integrada y abierta y erradicar, definitivamente, niveles intolerables de pobreza e injusticia distributiva?

La política económica tiene cuatro prioridades fundamentales e interdependientes: la gobernabilidad de la macroeconomía, crear un escenario propicio al despliegue de los medios y talento de los agentes económicos, orientar la asignación de recursos y la distribución del ingreso hacia los objetivos prioritarios del desarrollo y la equidad distributiva y fortalecer la posición internacional de la economía nacional.

La gobernabilidad requiere consolidar la solvencia del sector público en sus tres jurisdicciones de un Estado federal y el reparto racional de ingresos y responsabilidades entre las mismas. Debe consolidarse el proceso de desendeudamiento. La solvencia fiscal tiene como contrapartida el superávit del balance de pagos, un nivel suficiente de reservas del Banco Central para preservar al sistema de los shocks externos y la administración de la paridad a través de un tipo de cambio de equilibrio desarrollista, condición necesaria de la competitividad internacional de la producción doméstica y de la solvencia fiscal y externa. La administración de la paridad es una tarea compleja que debe adecuarse a la evolución de las variables internas y externas de la realidad económica, incluyendo la regulación de los movimientos especulativos de capitales. Su instrumentación recae en la autoridad monetaria pero su existencia es un requisito del éxito de la política económica y responsabilidad primaria de la política económica del Estado nacional.

La gobernabilidad de la macroeconomía es esencial para crear el escenario propicio a la inversión privada. Tiene un impacto directo en la actividad y en las expectativas de los agentes económicos que deben convencerse de que el lugar más rentable y seguro para invertir el ahorro interno es el propio país y que la puja distributiva, inclusive la relación utilidades-salarios, debe resolverse en el marco de la estabilidad razonable del nivel de precios. La política monetaria debe contribuir a la estabilidad y el desarrollo, atendiendo a la evolución de la demanda de dinero y a la orientación del crédito a los objetivos prioritarios.

Si se consolida la gobernabilidad del sistema, el país dispone del poder suficiente para vincularse al orden mundial en una posición simétrica no subordinada. La experiencia de las naciones emergentes de Asia revela que los países con suficiente densidad nacional y recursos propios tienen la capacidad de decidir su estructura productiva y su propio destino en el orden global. Este es el rumbo necesario y posible en la Argentina.

Elevar la calidad del debate. Es necesario observar los problemas desde la perspectiva de los intereses nacionales, sin prejuicios y buscando las coincidencias para encuadrar y resolver los conflictos. Tres ejemplos bastan para entender cuánto nos falta. En el caso de las retenciones sobre las exportaciones de la cadena agroindustrial se debate como si se tratara de la distribución del ingreso entre el campo y el resto de la economía. En vez de analizar la estructura productiva y los tipos de cambio diferentes que deben regir para darle competitividad a toda la producción de bienes sujetos a la competencia internacional (desde la soja hasta las manufacturas de origen industrial), el campo vive las retenciones como un despojo y el gobierno insiste en que son necesarias para atender necesidades urgentes. El malentendido ha tenido importantes consecuencias en los alineamientos políticos y ha provocado el repliegue de la dirigencia ruralista a la visión del país “granero del mundo”. Es imprescindible incorporar al campo en la formación de la estructura integrada y abierta. Esto exige un replanteo profundo de las cuestiones en juego, en términos de estructura productiva y rentabilidad.

El segundo ejemplo es el Estado. En la Argentina, después de la debacle del 2001/02 y, en el mundo, después de la catástrofe financiera internacional y sus secuelas, el Estado ha reaparecido, en todas partes, como la tabla de salvación de las economías de mercado y, en América latina, como un agente fundamental de su transformación y desarrollo. Aquí, sin embargo, esa intervención se debate en términos de oportunismo político, corrupción y atropello institucional, lo cual dificulta el diseño y la ejecución de las políticas públicas necesarias.

El tercer ejemplo es el papel de la deuda y el crédito externo en el desarrollo. Nuevamente, la “vuelta a los mercados” parece la solución, y la bendición del FMI la condición necesaria. Es preciso corregir los desvíos y fortalecer la posición que se ha ganado con la recuperación del comando de la política económica, el desendeudamiento y el financiamiento con recursos propios, no con deuda externa. Sobre estas bases, el país está en condiciones de aceptar la revisión del artículo IV del FMI. Respecto de la reapertura del canje de deuda, si la política económica atiende a las prioridades correctas, la decisión es marginal e intrascendente. Caso contrario, vuelve a poner a la deuda y el crédito externo en el centro del escenario: es la vuelta al pasado de crisis del que hemos salido haciendo, precisamente, lo contrario.

Así concluye esta extraordinaria década, con antiguos problemas históricos aún no resueltos y, al mismo tiempo, con un rico bagaje de enseñanzas que, bien aprendidas, pueden abrir el camino de un futuro promisorio. La Argentina está en condiciones de vivir con lo nuestro, parada en sus propios recursos y abierta al mundo. Crecer a más del 6 por ciento anual sobre la base de una tasa de ahorro interno del orden del 30 por ciento del PBI y de inversión superior al 25 por ciento, proponiéndose erradicar la indigencia en un bienio y la pobreza en una década, reducir el desempleo a niveles del orden del 3 por ciento de la fuerza de trabajo, bajar a expresiones mínimas el trabajo no registrado y provocar una mejora generalizada del nivel de vida y, sobre todo, de su calidad en libertad y democracia. Todas metas posibles si consolidamos la densidad nacional.





* Profesor Emérito. Universidad de Buenos Aires.